Aún no iba a la escuela cuando hojeé por primera vez la emblemática revista Tricontinental. Recuerdo tomarla del librero de casa, aquella edición con letras rojas y fondo negro en carátula, donde tu rostro sonriente sobresalía. Corrí en busca de mi madre en ese entonces, para preguntarle quién eras, y ese fue mi primer acercamiento a tu historia, a la historia del Che.
Luego llegaron las clases escolares, el Granma, los expedicionarios, y de nuevo tu nombre, que me hizo regresar a la misma revista en busca de los versos de Mirta Aguirre, que aprendí de memoria y repetí en cuanto matutino podía: “¿Dónde estás, caballero bayardo/ caballero sin miedo y sin tacha?/ En el viento señora, en la racha/ que acicala la llama en que ardo”.
Junto a ellos, aprendí tus cartas de despedida a tus hijos y a Fidel antes de partir a Bolivia, el poema de Guillén, y todo cuando me acercaba al guerrillero argentino que admiraba desde pequeña.
Crecí repitiendo la frase de Fidel en la que te consideraba un modelo de hombre del futuro, sin manchas en la conducta, y en el que quería que se inspiraran y educaran los infantes, hombres y mujeres del mañana.
Era chica aún, no entendía el por qué de tantas palabras y homenajes, de las cantatas de octubre. Pero con los años estudié más tu legado e interioricé cada uno de tus ejemplos. Me interesé en demasía por el protagonista de la batalla de Santa Clara, esa que garantizó el triunfo revolucionario y de la que quedaron, como evidencia, vagones en medio de la ciudad capital villaclareña, hoy devenidos museo.
Te comencé a admirar tanto que en mi adolescencia no quise otro regalo de cumple que no fuera un pulover con tu imagen, porque sentía que si te llevaba en mi pecho iba a parecerme un poco más a ti: al internacionalista que marchó a otras tierras del mundo que aclamaban el concurso de sus modestos esfuerzos, y que siempre puso los intereses de otros por encima de los suyos; al guerrillero que no le importó su asma (también mi padecimiento) para adentrarse en la Sierra y luchar por la libertad de Cuba; al generoso líder que no aceptó comidas diferenciadas y prefirió comer lo mismo que el pueblo.
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Tuve la suerte y el honor de estudiar en el IPVCE Ernesto Che Guevara, en el que no paran de rendirte tributo profesores y estudiantes con los innumerables logros del centro, que a casi cinco décadas de fundado sigue siendo puntera en la educación preuniversitaria del país.
En mis tiempos universitarios choqué contra todas las campañas difamatorias que intentaban dañar tu imagen y alejar a los jóvenes de tu ejemplo, a esos que teníamos por himno la Adalga al brazo de Frank Delgado, y que indudablemente queríamos ser como tú.
Pero no hay palabras que puedan destruir el legado de quien predicó con el ejemplo. Al que le sobraban virtudes y que fue dejando huellas de amor y esperanza en cada trozo de tierra pisado.
Aún, de vez en cuanto, hojeo la Tricontinental y refresco los versos de la Aguirre. Sigo urgando en la historia, tras la búsqueda de otras anécdotas de tu vida que guíen mis pasos.
Casi veinte años después, el pulover ya no es tan rojo, pero lo sigo usando con la emoción de la adolescente que lleva a su ídolo en el pecho, porque sigo intentando ser: generosa, solidaria, altruista, valiente y más humana, porque sigo queriendo ser como el Che.