El objeto
Era un cajón de madera, con piso y barandas, de algo más de dos metros de ancho y alrededor de tres de largo. Su altura sobrepasaba el metro.
El carromato se movía gracias a engrasadas cajas de bolas, situadas por pares en los extremos de la armazón, que contaba además con un “timón” que no era más que un trozo de palo recto y conectado con las crucetas apoyadas en los largueros, donde se encontraban situadas las metálicas y pequeñas ruedas. Utilizaba como freno un trozo de cámara de automóvil.
Había que tener fuerza física y resistencia para mover “aquello”.
El sujeto
Quien empujaba el artefacto era un mulato alto, delgado, fuerte, poseedor de grandes pies, no tan anchos como largos. Esa última particularidad le permitía dar amplias zancadas y, lo más notorio en este caso, impulsar con cierta facilidad, después de comenzado el rodamiento, la enorme carretilla.
Con ese artefacto distribuía a domicilio el hielo que vendía Narciso, propietario del pequeño negocio que estaba situado en un local de la Calle de La Merced, entre Tirry y San Carlos, por la acera izquierda si nos ubicamos desde la calzada.
Las familias más humildes compraban el hielo (desde cinco centavos en adelante, bien despachado), bien para enfriar el agua, un jugo de naranja o, tal vez, una sabrosa champola de chirimoya o de guanábana. Por supuesto, quienes invertían menos dinero no necesitaban recurrir a un distribuidor, dada la deprimida situación económica hogareña en aquellos finales de los años 50.
Debido a ello, los muchachitos del barrio de Pueblo Nuevo, cuando íbamos a comprar un pedazo del gélido producto, siempre llevábamos un pedazo de soga de henequén que el propio Narciso ataba convenientemente alrededor del fragmento que, con suma habilidad, procedía a cortar valiéndose de un hacha chica pero muy filosa.
El distribuidor, cuyo nombre nunca nos interesamos en conocer los que allí concurríamos contando de nueve a 12 años de edad, repartía las grandes piedras heladas (dos, tres, cinco pesos, seguro para alguna fiesta de familia más desahogada económicamente), que situaba en el piso del cajón rodante.
Por aquellos tiempos, la calzada de Tirry mostraba un asfalto compacto, libre de baches o empates superfluos. Esa uniformidad de la superficie, también presente en calles aledañas, facilitaba el rodamiento de la armazón impulsada por las grandes y potentes zancadas de su orgulloso conductor.
En los extremos delanteros de la rústica carretilla le había instalado sendas cabezas de muñecas Lily.
Después de su jornada laboral, el espigado hombre paseaba a los infantes más pequeños del barrio neopoblano por la parte más cercana de la Playa.
También desfilaba en los festejos carnavalescos. Lucía orgulloso, feliz, con su equipo rodante pintada y engalanado con cintas de colores y serpentinas.
Por un tiempo dejamos de ver al objeto y al sujeto, tres o cuatro años tal vez, hasta que un día cualquiera, ya en la década de los 60, lo encontramos conduciendo un ómnibus, creo que de la ruta A, que ascendía hasta la barriada de Los Mangos.
Cuando la guagua bajaba por la calle de Velardo o Milanés, un usuario que lo conocía desde la época de distribuidor de hielo le dijo: “Menos mal que puedes controlar la potencia de tus pies”.
Él lo miró por el espejo retrovisor y sonrió, y agregó: “Este es otro tipo de vehículo, amigo”. (Por Fernando Valdés Fré)
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