Tanto los procesos históricos, la Revolución cubana por ejemplo, como las personalidades que fueron alma y mente de ellos, en este caso el Comandante en Jefe Fidel Castro, guardan un capital simbólico, que acumularon a través de una labor social, política y humana cuyas reminiscencias y logros llegan hasta la actualidad.
El capital simbólico se entendería como el influjo, el poder subjetivo, el ejemplo más allá del tiempo y de la muerte que poseen para hoy en día poder continuar su senda o que constituyen bases para entender el presente y el futuro y cómo debe desarrollarse el traslado entre uno y otro.
Este puede desgastarse a veces por el simple paso del tiempo que al igual que cuando nos alejamos de una ciudad que nos parecía inmensa, avanzamos por la carretera y al mirar por el parabrisas posterior del automóvil se empequeñece hasta desaparecer. No obstante, hasta al tiempo con su poder de crear lejanías se puede combatir con la memoria.
El olvido y la nada son hermanas de sangre y por ello se deben evitar, con uñas y dientes, porque bien se ha dicho una y otra vez, si no sabemos de dónde venimos no podremos conocer a dónde vamos. Para seguir con la metáfora del vehículo en la carretera nos encontraríamos varados en mitad de alguna parte.
La tarea de defender la memoria, y por tanto el capital simbólico, depende de nosotros, de los que permanecemos. Sin embargo, los cubanos, creo que por una cuestión de idiosincrasia, no solemos pecar por defecto, sino por exceso. Tal vez sea que a veces el entusiasmo nubla el juicio o la errónea percepción de que todo tributo es válido, sin importar la naturaleza del mismo o su puesta en marcha.
Entonces, sucede que pensamos que ayudamos a la conservación y engrandecimiento de su legado, pero en realidad se logra el efecto contrario, se empaña. Lo “cheo” nos ronda y lo más triste es que, normalmente, lo “cheo” no va más allá de las acciones y comportamientos que desafían la lógica común.
En nuestro día a día hemos podido apreciar nombramientos, conmemoraciones, tributos más pequeños, que no trascienden de ámbitos locales, pero que también desgastan el capital simbólico. Hablo desde actos sin ton ni son, con lugares comunes y guiones archiconocidos, o el empleo de una propaganda poco atractiva que crece, lamentablemente.
Creo, no obstante, que la más peligrosa de todas las prácticas es parapetarse detrás de un nombre o una obra para justificar acciones o medidas mal ejecutadas, sobre todo cuando tienen incidencia directa en la población.
No pienso que el capital simbólico acumulado en más de seis décadas de Revolución se vaya a perder del día a la noche, pero constituye un error estratégico, e incluso en casos extremos un irrespeto, dilapidarlo a diestra y siniestra.
No podemos olvidar que la cuestión no es repetir, sino entender; no es defender por defender, sino hacerlo de manera inteligente y adecuar sus enseñanzas a un contexto que trae nuevos desafíos y visiones.
Sería un craso error, uno fatal, ceder ante la desmemoria, pero también permitir que la influencia de un legado se pierda por el poder de lo “cheo” y de la inconsciencia.