La bandera estadounidense ondea frente a la cúpula del Capitolio de los Estados Unidos el 10 de septiembre de 2021 en Washington, DC. Foto: Drew Angerer / GETTY IMAGES.
En la mayoría de las presentaciones públicas de los políticos estadounidenses la palabra democracia se repite una y otra vez, pero sin ofrecer definiciones sobre el concepto al que se refieren. Desde su perspectiva, esa democracia es algo supremo que estaría por encima de un régimen económico social en específico, de la propia idea de nación, dando la impresión de ser un espacio incluyente, cuando en realidad se trata de lo contrario.
En esa jerga política se parte del criterio de que todos comparten la misma interpretación sobre democracia y de que todos estarían defendiendo o promoviendo las mismas metas, o que comparten plataformas.
En ese bregar se mimetiza la democracia en la posibilidad de escoger representantes, que en esencia estaría asociada a la existencia de partidos políticos y, se asume además, que estos existieron siempre con la misma estructura y metas.
Prueben a preguntarle a un estadounidense si George Washington era demócrata, o republicano. Habrá muchos que lo ubicarán en una u otra agrupación. Pero lo cierto es que el padre fundador y primer presidente de los Estados Unidos expresó varias preocupaciones sobre el peligro de “dividir a la nación” por la existencia de grupos con “intereses especiales”.
En su mensaje de despedida al dejar el cargo como Presidente, el 17 de septiembre de 1796, Washington dijo de forma premonitoria que los partidos políticos “pueden responder de vez en cuando a fines populares, es probable que, con el transcurso del tiempo y las cosas, se conviertan en motores potentes, mediante los cuales hombres astutos, ambiciosos y sin principios podrán subvertir el poder del pueblo y usurpar para sí las riendas del gobierno, destruyendo después las mismas máquinas que los han elevado a un dominio injusto».
En aquella época, la disputa que preocupaba a Washington ocurría entre los llamados republicanos-democráticos, agrupados básicamente en Nueva Inglaterra, y los federalistas que representaban a los estados sureños. Basten estos nombres para indicar que aquellas agrupaciones se modificaron en el tiempo tanto en nomenclatura, como en los objetivos declarados que perseguían.
Pero, incluso en ese momento gestor del autodenominado “faro de la democracia”, podían ser miembros de los partidos solo hombres blancos poseedores de grandes bienes o negocios. Para empezar, quedaban excluidos para elegir o ser elegidos, las mujeres, los no ricos y los ciudadanos de cualquier origen no europeo, en especial los afrodescendientes.
Es decir, la American Democracy, que pudo catalogarse en su tiempo como un paso de avance en relación los poderes despóticos de las autocracias europeas, se iba construyendo como otro esquema de dominio que era igual de excluyente. En el fondo se trataba de cambiar el poder del linaje por el de la riqueza, variar la empaquetadura y promover el apoyo popular a la nueva fórmula.
Con el tiempo, los creadores de la democracy, en inglés y con acento del norte, han logrado estructurar un sistema de trampas que en su promoción perpetua le hace creer al ciudadano común que su opinión cuenta, que decide y que en realidad a través del voto escoge representantes, o influye en políticas. Nada más alejado de la realidad.
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Hay una pequeña estructura en la política estadounidense que casi no se menciona, pasa inadvertida frente a la mirada de los analistas. Las llamadas asambleas, o caucus, son aquellas formaciones que existen desde la base, a nivel de barrio, que van conformando la escalera para el ascenso al poder local, o federal, de loa partidos políticos que tienen presencia tanto en las legislaturas estaduales (ocho), o a nivel federal (dos).
En cada estado (50) y en cada pueblo o ciudad (más de 35 000) se utilizan normas específicas para decidir respecto a los candidatos que se presentarán en los comicios. En Estados Unidos cada cuatro años se realizan elecciones presidenciales y a los dos años de estas las llamadas elecciones de medio término.
En cada ocasión el elector que se sitúa ante la boleta para ejercer el derecho al sufragio tiene que decidir sobre una lista larga de cuestiones: presidente, senador (se eligen 33 cada dos años) a nivel del estado, representante a la Cámara (uno por cada distrito), alcaldes, gobernadores, presidentes de juntas escolares y un sin numero de otros servidores públicos, según las rotaciones establecidas en cada caso. Y además se votan temas o enmiendas que, previamente y utilizando mecanismos muy disímiles, se aprueban y se incluyen en las boletas.
Wow, pues visto así parece que funciona y sería un modelo digno a ser copiado. Pero utilicemos el abrelatas a ver qué más hay dentro.
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Volviendo a los caucus, que están esparcidos por toda la nación, en muchos casos estos funcionan como sectas, o clubes sociales, a los que es casi imposible que accedan personan sin recursos. En la minoría de los estados esos caucus escogen los nombres de los candidatos, en la mayoría se hace a través del mecanismo de votación nombrado “primarias”, que a pesar de ser más transparente está del mismo modo dominado por los propios caucus.
Es imposible pensar que un candidato pueda tener alguna proyección más allá de su zona de residencia, si no cuenta con las bendiciones de los cacicazgos locales, lo cual se logra mediante alianzas, deudas, promesas, o con mucho dinero. La calificación intelectual, el talento, la obra de la vida, o el prestigio no son suficientes, ni esenciales.
Los que finalmente resultan electos pasan a constituir otros caucus tanto en las comisiones de las ciudades, como en las legislaturas estaduales o federales, que a su vez escogen a sus liderazgos, los cuales deciden a puerta cerrada sobre todos los temas procesales y normativos más importantes. Cero participación popular.
Y aún así alguien diría: los elegidos tienen el respaldo de la mayoría. Otro error. Toda la propaganda que rodea el espectáculo en torno a las elecciones crea esa impresión, pero las cifras dicen lo contrario.
Salvo excepciones, en las elecciones presidenciales estadounidenses asisten finalmente a ejercer su voto, solo una parte de los que registraron (varios requisitos para lograrlo) previamente para hacerlo, que al final son menos del 50% de todos los ciudadanos con derecho al sufragio.
Entre un 20 y un 30% del gran total escoge a aquellas personas (no al presidente) de su propio partido que los representarán en el colegio electoral, que tiene distinta cantidad de miembros por cada estado, en dependencia de la población de estos.
Dicho de otra manera, el voto popular no cuenta, a diferencia de la mayoría de los países, pues se sigue utilizando un mecanismo indirecto que se concibió para mantener el interés de los estados sureños en seguir perteneciendo a la Unión, desde la época de la esclavitud. Gracias a esta fórmula, por ejemplo, en el 2016 fue elegido Donald Trump, quien recibió 2 870 000 votos populares MENOS que Hillary Clinton.
Y los defensores de la democracy aún dirán: que no asista el que no quiera, pero un voto hace la diferencia. Tampoco es precisa tal afirmación. Los caucus locales tienen muchas posibilidades de borrar virtualmente las cruces marcadas sobre las boletas.
En la Florida, por ejemplo, en el ejercicio del 2018 se logró incluir la llamada Enmienda 4, entre los tantos temas que debían respaldar o no los votantes del estado. En la etapa previa se generó un movimiento (logró 1 100 000 firmas) para tratar de devolver el derecho al voto a alrededor de 1 500 000 ex convictos (la mayoría afrodescendientes), que no podían ejercer el sufragio según las normas locales y que, de inscribirse y movilizarse, podrían significar una diferencia decisiva presumiblemente a favor de los demócratas.
El tema fue aprobado por voto POPULAR. Celebraciones, pronósticos, pero la alegría en casa del pobre dura poco. La asamblea legislativa de la Florida (120 personas), de mayoría republicana, aprobó una ley que mediante tecnicismos hizo casi imposible implementar la Enmienda 4 en el estado.
Después de la derrota de Trump en el 2020, se presentaron cerca de 300 iniciativas legislativas en la mayoría de los 50 estados para afectar, de una u otra manera, el voto de sectores populares que pueden tener mayor filiación demócrata.
Las iniciativas iban desde impedir el suministro de agua y alimentos a los que hagan largas colas en los colegios (los ricos no las hacen), limitar el voto adelantado (opción de muchos trabajadores que no pueden ausentarse el día de la elección), hasta concentrar más colegios electorales en zonas predominantemente republicanas, reduciendo los mismos en las áreas consideradas demócratas.
Pero si alguien aún cree que la democracy es un ejercicio sano y desinteresado, habría que recordar la historia del señor Elbridge Gerry, quien en su calidad de gobernador de Massachussets (después fue vicepresidente de la Unión) en 1812, firmó una ley por la que se creó un distrito electoral en la ciudad de Boston, que tenía un contorno geográfico muy intencionado, por el que excluía intencionadamente a oponentes e incluía a partidarios.
Su apellido y su creación dieron origen a lo que hoy se conoce como gerrymandering, o la corrupción más extensa del proceso democrático estadounidense, según los académicos.
Los políticos estadounidenses tienen una inclinación a promover su democracy sobre la base de los valores promovidos por los padres fundadores y recogidos en la Constitución del país. Pequeño detalle:
Además de que 130 millones de estadounidenses no tienen una educación suficiente para leer y comprender lo que dice el texto, ninguno de ellos, ni sus padres, abuelos y otros ancestros, jamás fueron a un referéndum constitucional.
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Estos son apenas algunos ingredientes de una democracy que responde a los intereses de muy pocos y que no tiene absolutamente ningún mérito para ser presentada como una credencial de superioridad, o para ser promovida como paradigma por el mundo.
Mucho menos puede ser la tabla rasa por la que se pretenda medir a los países candidatos a ser invitados a eventos regionales o internacionales.
Para otra ocasión dejamos el análisis del ingrediente verde, que en forma de billetes influye y condiciona la actuación de los que ya resultaron electos, para que respondan a intereses muy específicos alejados de la voluntad de sus electores.