Una buena amiga decidió que por su cumpleaños se iba a dar el lujo de gastar una cantidad absurda de dinero, también porque lo tenía, para alquilar durante un fin de semana una casa en Varadero, cerca de la playa. Como buena amiga al fin invitó a un grupo selecto, donde clasifiqué.
Pero la historia que quiero contarles es mucho más sencilla, y poco tiene que ver con la fiesta que se armaría aquella noche. Mi fábula comienza en el momento que decidí que era oportuno salir a comprar un tabaco.
Mi hermano me había mandado unos euros desde Alemania, que en mi tarjeta se convirtieron en 5 MLC, así que decidí aprovechar la ocasión y darme un gusto que mi economía llevaba un tiempo negándome.
Todo el que fume tabaco conoce la diferencia que existe entre un Reloba y un Cohiba, un Montecristo o un Guantamera. El olor, el gusto, la ceniza que se quema compacta hasta que cae. Aquello es una experiencia cien por ciento cubana que vale la pena guardar para momentos especiales.
Salí de la casa con mi tarjeta en mano dispuesto a cumplir mi objetivo. La primera parada fue una tienda pequeña que quedaba cerca, en cuya puerta se podía leer: “pago solo en tarjeta”. Nada más entrar pedí lo que buscaba amablemente y con un tono similar la dependienta me aclaró que solo aceptaban tarjetas internacionales.
En cualquier otro lugar de la provincia aquella respuesta podría parecer un absurdo, pero en Varadero uno simplemente lo asume, traga en seco y continúa con su vida. “¿Sabe dónde venden tabacos en MLC?”, pregunté a la señora que sin perder la sonrisa me indicó la alternativa.
La segunda tienda era mucho más grande y los estantes de la entrada estaban llenos de rones, cada uno más añejo que el anterior. Caminé despacio admirando cada botella, como si fueran obras de arte en un museo, hasta que llegué a la sección de los tabacos.
El dependiente, un cuarentón elegantemente uniformado, me describió las ofertas con detalle mientras yo repasaba la mercancía. Hasta que de repente, como si fuera la cosa más normal del mundo, me preguntó “¿Tú eres cubano americano o cubano de aquí?”. Pese a que me costó entender la pregunta, le aclaré que clasificaba en la segunda opción.
El tono del vendedor se relajó y comenzó a hablar conmigo como si nos conociéramos de toda la vida. “Mira, mi hermanito, no compres aquí que los precios están ´mandados´, mejor ve tres cuadras más para allá que hay una tienda, así como metida en una entrecalle, para que te ahorres unos pesos, que la cosa está dura como para estar botando el dinero”.
Aquel gesto genuino de camaradería contradecía el hecho de que el trabajo del dependiente era precisamente vender, no espantar a los clientes y mandarlos directamente con la competencia. Finalmente obedecí el consejo, bajo la premisa de que la tercera podría ser la vencida.
Seguí las instrucciones del uniformado al pie de la letra y di con el lugar. Toqué la puerta de cristal y tras ella una muchacha, que comía de un termopack con un tenedor plástico, mediante señas me dio a entender que estaba almorzando.
Llegado ese punto comencé un debate interior sobre si había valido la pena perder una parte considerable de la mañana caminando en vez de quedarme en la playa o en la mesa de dominó. Como si la situación no fuera ya lo suficientemente absurda, un anciano extranjero se paró frente a la puerta de cristal y recibió la misma respuesta, con la diferencia de que él no entendió nada.
Desengrasé mi inglés y le dije que la dependienta estaba almorzando, que cuando terminara ya nos atendería. Diez minutos después la muchacha abrió la puerta y nos orientó que pasáramos.
Al final el extranjero se solidarizó conmigo y me pagó una caja entera de tabacos.