Cada 9 de noviembre la familia Menéndez se moviliza para agasajar a un cumpleañero singular. Si bien aguardará con alegría casi infantil a su numerosa descendencia que vendrá a felicitarlo, no alcanzaría un pastel para colocar las velitas necesarias que representarían su edad. Y es que arribar a más de un siglo de existencia llena de dicha a Orestes Menéndez Arzola y a su extensa familia.
Nadie se asombra ya en Torriente cuando, llegado el onceavo mes, una guagua se dirige desde Matanzas, con tripulantes que guardan lazos consanguíneos con quien irán a felicitar por un nuevo año de vida. Allí les recibirá Hilda, devenida una especie de hija-madre que protege al hombre que la trajo al mundo, ese que ya ha deshojado 103 almanaques.
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La azarosa vida de Orestes marca sus inicios en 1919, en un asentamiento rural de Jovellanos. Por esas rarezas del destino, nació en el mismo año en que la Isla era víctima de una pandemia viral, conocida como la gripe española, y un siglo después presenció otra similar, que también provocó cuantiosas muertes en el planeta bajo el nombre de covid.
El veterano asombra a todos por su vitalidad y claridad de pensamiento. Hasta hace muy poco disfrutaba alimentar a los animales del patio, pero su hija decidió reducir la prácticas de ciertas labores por temor a una caída.
El peso de un siglo hace mella en el organismo más resistente; sobre todo si ese cuerpo recorrió todos los confines matanceros, realizando rudas labores como el corte y tiro de caña. Eran períodos de inseguridad laboral, donde el tiempo muerto dictaba el futuro de un hombre. Así le saludó el alba innumerables veces, desde las guardarrayas de poblados que aún logra mencionar, y de las que quizás todavía sienta el rocío en sus pies. Pumariega, San Luis, Palmar Bonito, son de los tantos parajes que recorrió. Donde se hicieran necesarios brazos resistentes para la zafra, hacia allá partía para alimentar a la familia. Y así fue naciendo esta en diversos rincones de la provincia.
Hombre consagrado al trabajo, ejerció además como constructor en el surgimiento de las escuelas que integraron el plan citrícola de Jagüey Grande. Allí se jubiló hace 43 años, que bien podría ser la vida de un hombre. Orestes ha logrado vivir muchas, dada su larga existencia; mas, su familia y el trabajo han sido el centro de su atención.
Al jubilarse retornó a la tierra de la que extraía las viandas necesarias y también produjo carbón. El paso de los años fue acortando el trayecto a recorrer y hoy apenas sale de casa. Hasta hace muy poco disfrutaba caminar por el barrio y oxigenarse con el caluroso saludo de los vecinos, quienes pronuncian la palabra “Mayor” como muestra del respeto y admiración que él supo inspirar con su presencia imponente.
Se ha convertido Orestes en una especie de árbol robusto al que todos recurren para tomar la sombra, y del que ya nadie sabe si nació alguna vez, porque para la memoria colectiva siempre estuvo ahí.
Como tronco milenario del que surge la vida, todos acuden a él cada 9 de noviembre. Acariciar sus manos, y depositar un beso en su rostro, purifica, pues reverenciar a los mayores seguirá siendo de las virtudes que más nos dignifiquen.
Él, plácidamente, verá corretear a sus bisnietos de los que quizá no logre memorizar los nombres, pero sí sabe que se trata de algo suyo, que lleva su sangre, y que prolongará su existencia más allá de los 103 años recién cumplidos.