Ficha técnica
Título original: Argentina, 1985
Año: 2022
País: Argentina, Estados Unidos
Dirección: Santiago Mitre
Guión: Santiago Mitre, Mariano Llinás
Reparto: Ricardo Darín, Peter Lanzani, Alejandra Flechner, Santiago Armas, Laura Paredes
Duración: 140 minutos
El cine de tribunales posee, a día de hoy, un contratiempo de antemano: cómo, en el reducido espacio de los juzgados, semejantes entre una película y otra, memorizados en geometría y acústica, puede un director posicionar la cámara en lugares poco manidos. Cómo no aburrir pese a tanta elocuencia filmada y, en prioridad, mantener en vilo el alma de esa audiencia no incluida en la filmación, la del otro lado de la pantalla. Argentina, 1985 lo logra.
Santiago Mitre, en favorable posición dentro de la industria fílmica argentina, combate tal contratiempo con una destreza profesional equiparable a la de su equipo de juristas, pero sin la tenacidad de estos; mientras que el fiscal Strassera (Ricardo Darín) y su equipo luchan por derribar a los representantes definitivos de la dictadura militar argentina, el género de juicios no encuentra en dicha pugna al cineasta capaz de trascenderlo, o de renovarlo, o de cambiar su historia; el objetivo consiste en realizar, desde el hábil guión, un trabajo lo bastante correcto para otorgar firmeza a algo tan vibrante como es todo alegato.
Argentina, 1985 impone el viejo dilema del discernimiento: el frío análisis cinematográfico, la deconstrucción de imágenes en movimiento y en sucesión, por encima de la calidad de su trama y de la emotividad verídica que encierra. Ese cine bienintencionado y pertinente que a veces resulta más tímido en lo artístico que en lo político, contrario al quehacer de los pioneros del cine, lo cual evidencian El joven Lincoln (1939) y El sargento negro (1960), ambas de John Ford, títulos donde lo mejor sucede fuera de tribunales, en tiempos donde aún el celuloide retenía calma a la hora de abordar las polémicas del mundo exterior.
Pertenece, además, a una modalidad del subgénero judicial que reniega de la idealización, no por ello carente de excesos melodramáticos en muchos exponentes; la misma tiende a rechazar el barroquismo visual, desde arriesgadas posibilidades de experimentación con la luz hasta la composición interna de planos donde se sugiera la personalidad de los implicados en escena. Es, como El juicio de Nuremberg (1961, Stanley Kramer), con la que el presente film guarda puntos en común más allá de contemplar las consecuencias de un genocidio, un planteamiento casi documental del proceso.
Sin embargo, las continuas amenazas a Strassera y sus allegados en lo personal y lo profesional, o las meras sospechas al respecto, sirven de elemento distractor para contribuir a la amenidad del metraje, a la par que recordatorio de que el cine carente de emoción, incluso mínimamente falseada, es inimaginable desde su concepción. Hasta en el más realista y mejor documentado ejemplo es necesario añadir una mínima sensación de vulnerabilidad con que se identifique el inconforme público, aunque esto induzca a la posibilidad de la reescritura histórica. No es justo exigir a los cineastas, a los encargados de entretener mediante el último arte, la función que corresponde a los historiadores.
Mientras que productos hermanados en esencia y estilo generalmente ponderan el interés panfletario y de denuncia, es de agradecer cuando se evita el pecado común en estos casos de no profundizar en los personajes. Se aprecia en la participación familiar, como soporte para Strassera en su cruzada anti-dictatorial, con particular importancia de su esposa (Alejandra Flechner) y el encanto de su hijo (Santiago Armas); ella como medidor hogareño e introspectivo de la osadía del fiscal, y el pequeño como reflejo básico de la admiración por él que, en un nivel macro, profesa el pueblo argentino.
En cambio, queda desdibujada la participación del séquito de colaboradores juveniles tras su presentación, innecesario apunte humorístico para un conjunto cuya naturaleza dramática requiere alivios más naturales. Del mismo modo, otro de los puntos débiles de la película consiste en lo contrario: la sobredimensión de un personaje, concretamente la madre del inexperto y arrojado Moreno Ocampo (Peter Lanzani), cuya sombra se alarga en demasía sobre la personalidad de su hijo, mayormente en la enfática escena de la conversación telefónica entre ambos.
Los derechos humanos atesoran con Argentina, 1985 una condena en pie por más de dos horas a las violaciones que de estos han cometido gobiernos totalitarios de disímiles latitudes. La nación sudamericana guarda para sí un testimonio correcto y abarcador de hechos oscuros y reales, quizá la secuela no oficial de la estremecedora La Noche de los Lápices (1986, Héctor Olivera). La historia del cine, a su vez, agrega a sus arcas una película más de juicios, situada entre las sobresalientes y las regulares, en el cómodo apartado de las correctas.
Y el experimentado cine de tribunales suma una digna integrante, de contagioso espíritu jurista. Quizá subrayada en demasía por la música en momentos poco indicados, tal vez facilista en líneas de diálogo destinadas a reforzar la comprensión del espectador, pero sostenida por la reflexión acerca de la heroicidad que, en última instancia, supone su trama.