Los silenciosos sacrificios del cuidador. Foto: Internet
De repente despertó en la mañana y su cuerpo no respondía: la piel quemaba de tanta temperatura; la cabeza parecía estallar; y rodillas, tobillos y muñecas habían engrosado en un santiamén. De seguro se había contagiado de la famosa arbovirosis de la que tanto hablaban en la calle en los últimos días, pero en su caso quedarse arropada en la cama no era una opción.
“Ya voy, mamá”- respondió con urgencia a los gritos de la anciana que aclamada atención; mientras el quebrantahuesos hacía de las suyas en un organismo que, aunque no tan viejo, evidenciaba el desgaste propio del cuidador: ya eran más de 10 años a la guardia y cuidado de un adulto mayor, una década de sonrisas y ocurrencias fusionada con días de desvelo, demencias y desafíos. Por lo que enfermar, tomar tiempo para sanarse a sí misma, para ella no era una opción.
Mucho hablan los especialistas de la labor de cuidador y los retos que sobrelleva; de cuánto puede afectar desde lo físico y lo psíquico la entrega desmedida hacia alguien vulnerable que absorbe tiempos y espacios, al punto de olvidarnos de nuestra propia existencia. Sin embargo, la práctica siempre supera a la teoría, y la realidad, aunque puede imaginarse, puede ser minúsculamente percibida.

Todo comienza con pequeñas renuncias: quizás a un viaje lejano porque no debe quedarse solo o sola mucho tiempo; a un curso extenso fuera de provincia; o simplemente a una salida entre amigos porque, aunque no puso objeción ni manifiesta enfermedad alguna, notas que su ánimo no anda muy bien y no te parece buena idea dejarle en esas condiciones. Más adelante, también se complejizan las escapadas más cercanas, las tardes entre amigos, y hasta empiezas a darle vueltas a la idea de cómo pasar menos tiempo en el trabajo, y más horas en casa.
De a poco te vuelves imprescindible para ese alguien y cuando ordenas tus prioridades, comienzas a entender que tu desarrollo profesional puede ponerse en pausa, que tus tiempos libres ya no son tan libres y quizás hasta que ese trabajo que tanto te gustaba antes, ya no es sostenible.
Tratas que tantos cambios no te afecten, porque tu corazón es más grande que tus sueños, y disfrutas servir con cuerpo y alma a quien, años atrás, lo entregó también todo por ti. Te entregas tanto que llegas a olvidarlo todo, hasta el terrible dolor que el Chikungunya puede ocasionar a tu huesos, sin entender, quizás, que para poder cuidar a alguien debes empezar por cuidarte tú.
Aunque con una carga de amor desmedida y como ejemplo claro de altruismo y bondad, el rol del cuidador emerge también como desafío, más en medio de crisis económicas, epidemias que desvelan y una emigración que ha dejado a cientos de ancianos desamparados.
Sin libritos ni manuales de referencia unos lo ejercerán más dignamente que otros; con dudas y certezas, pero no se trata de pruebas y notas, de comparaciones y críticas, porque para saber cuán profundas y turbias son las aguas, hay que nadar en ellas.
Solo un mensaje a ti, que entregas tus años y tus sueños a otro: recuerda de vez en cuando alisar tu cabello, consentirte con tu platillo favorito o simplemente regalarte unos minutos del día, porque para amar y cuidar al otro del modo que lo haces, necesitas también amarte y protegerte primero a ti.
