La reciente gira asiática del presidente estadounidense Donald Trump dejó más que titulares efímeros: dejó en evidencia un cambio tectónico en las relaciones de poder global. Lo que algunos medios occidentales intentaron vender como una «diplomacia de fortaleza» se reveló, en realidad, como un retroceso estratégico para Washington frente al imparable ascenso de China.
Xi Jinping, con la serenidad de un estratega que juega al ajedrez a diez movimientos vista, demostró que Pekín no necesita confrontar para vencer. Basta con esperar, negociar desde la fortaleza y dejar que las contradicciones del rival hagan el resto. Trump, por su parte, regresó con las manos vacías en los temas clave: no logró fracturar la alianza chino-rusa, no consiguió que Asia abandonara su integración económica con China y, lo más grave, confirmó que EE.UU. depende más de Pekín que viceversa.
El primer round de este pulso lo ganó China en el terreno que EE.UU. consideraba su bastión indiscutible: la tecnología. Washington lleva años intentando asfixiar a gigantes como Huawei con sanciones y vetos a los chips de alta gama. Pero hay un problema: China ya no necesita a Nvidia.
Mientras Silicon Valley depende de los minerales de tierras raras procesados en China (90% del mercado global), Pekín ha desarrollado sus propios semiconductores, igual o más avanzados. Como ironizó un analista: «EE.UU. quiere cortarle las alas al dragón, pero le está vendiendo el hacha». La dependencia es tal que, si China decidiera restringir exportaciones, la industria estadounidense colapsaría en semanas.
Trump llegó a Asia amenazando con aranceles y exigiendo «reciprocidad». China le respondió con datos: EE.UU. exporta soja y madera; China exporta autos eléctricos, paneles solares y sistemas de pago globales.
El CIPS (el sistema chino de pagos transfronterizos) ya supera al SWIFT en volumen de operaciones en Asia. ¿Necesita China los servicios bancarios estadounidenses? No. ¿Puede prescindir de la soja yankee? Sí, porque Brasil y Rusia están listos para cubrir la demanda. Mientras, ¿puede EE.UU. vivir sin los productos chinos? Un ejecutivo de Boeing lo resumió así: «Sin ventas en China, cerramos fábricas».
El momento más simbólico de la gira ocurrió en la Cumbre de la APEC. Trump abandonó la reunión para repartir caramelos en la Casa Blanca. Al día siguiente, China firmó un acuerdo de libre comercio con la ASEAN (aranceles 0%) y recibió al primer ministro canadiense con honores de Estado.
Mark Carney, tras un año de tensiones con Washington, escribió: «Con Xi Jinping, renovamos nuestra relación de manera pragmática». Canadá, socio histórico de EE.UU., ahora mira a Pekín. ¿La razón? Simple: 300 millones de consumidores a la vuelta de la esquina versus 1.400 millones al otro lado del océano.
Hay un detalle revelador en este choque de titanes: Trump, haciendo gala de su retórica anti-China, ha sido el único presidente reciente que ha iniciado una guerra comercial abierta. ¿Por qué? Porque no ha asimilado las realidades actuales, realidades que el establishment norteamericano aún no asimila tampoco: China no es la URSS, ni busca la hegemonía ideológica, busca mercados.
Los tiempos de la coerción militar no son estos tiempos modernos, ya no funciona. Aliados tradicionales como Corea del Sur y Japón rechazaron presiones para aislar a Rusia, y por si fuera poco, les cuesta entender que el futuro es multipolar. Como dijo un diplomático chino: «EE.UU. puede elegir entre compartir el escenario o quedarse solo en el balcón».
Xi Jinping no necesita discursos grandilocuentes. Le basta con recordar que el 60% de las tierras raras del planeta están en China, que el yuan ya es moneda de reserva global y que la Ruta de la Seda avanza imparable. Mientras, EE.UU. sigue atrapado en su paradoja: quiere contener a China, pero depende de ella para mantener su nivel de vida.
Trump, con su estilo impredecible, al menos entendió una verdad incómoda para Washington: el siglo XXI ya tiene dueño, y no habla inglés.
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