
Parada ante los diseños de Zenén Calero para la obra Los Ibeyis y el Diablo (Rene Fernández, 1992), no he podido reprimir un ligero estremecimiento, el mismo que recorría mi cuerpo cuando el personaje de Sensemayá la culebra se movía entre las butacas de la Sala Papalote provocando risas y gritos, en el que para muchos niños, entre los que me incluyo, era el momento culmen de esa obra.
Recorrer la exposición Imaginario Calero, paisajes teatrales ibéricos y afrocubanos, abierta al público en la Galería Pedro Esquerré desde el pasado viernes 10 de octubre y que celebra los 70 años de Zenén Calero Medina, es descubrir cómo sus creaciones han marcado la infancia de los matanceros a lo largo de más de cuatro décadas.
Zenén ha contado en ocasiones anteriores cómo traspasó el umbral de Papalote por primera vez, se hizo acompañar entonces por una niña de su familia porque ni siquiera concebía que un adulto pudiera ir a los títeres solo. Eran los finales de los setenta y afortunadamente, luego de aquel encuentro inicial, esa se convirtió en su casa artística por muchos años.

Si René Fernández Santana fue el mago de Daoiz 85, el que nos enseñó a amar nuestras herencias culturales con sus puestas en escena que recrean leyendas afrocubanas, el diseñador nacido en Boca de Camarioca se encargó de traer a la vida, ponerles cuerpo, mirada, presencia, a las deidades del panteón yoruba: Olofi, Oshún, Eleguá, del panteón arará-dahomey: Osain, Ichologun, Gevioso y a otros personajes de su entorno mítico como el río, el rayo o el matorral.
Ahora, en el principal espacio expositivo yumurino podemos revisitar y disfrutar la maravilla que fueron El gran festín (1982), Nokán y el maíz (1985), El tambor de Ayapá (1987), Okin Eiye Aye (1988), junto a otras de su posterior etapa creativa, la que fundó junto al actor y director Rubén Darío Salazar en 1994: Teatro de la Estaciones.
Con Estaciones, Zenén se abre a un universo de sueños y colores donde su particular enfoque del teatro de figuras cobra total madurez. Se permite ahondar y explorar la visualidad de otros creadores, pasando por Picasso o Sasabravo hasta alguno de sus contemporáneos como el caricaturista Aristides Hernández (Ares); juega con nuevas, formas, materiales, texturas, mecánicas, haciendo de cada obra un entorno sensorial único.
La dupla Calero-Salazar ha engendrado algunas de las mejores puestas de la escena cubana en lo que va del siglo XXI, numerosos premios y participaciones en festivales internacionales lo atestiguan. La muestra contenida en la Pedro Esquerré viene a reafirmarlo, a la vez que nos enseña otra faceta del artista: su imaginario Lorquiano.

No tengo la estadística concreta, pero me atrevería a afirmar que el matancero se cuenta entre los diseñadores de esta Isla que más han trabajado sobre la obra de Federico García Lorca, desde La zapatera prodigiosa hecha en su etapa de Papalote, pasando por La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón y Retablillo de Don Cristóbal y la Señá Rosita, hasta llegar a una fabulación como es Federico de noche.
Igualmente, si observamos con detenimiento sus escenografías y muñecos realizados para La Virgencita de Bronce o Cuento de amor en un barrio barroco, descubrimos las esencias que nos definen como nación y que conforman esos “paisajes teatrales ibéricos y afrocubanos”.
No nos queda más que agradecer porque, ya sea sentados en la platea de un teatro para asustarnos a alegrarnos con las peripecias de los Ibeyis o desde las paredes de una galería, Zenén nos salvó y nos salva de caer en las garras del Diablo Congo, el Diablo Lucumí o el Diablo Castellano, nos enseñó que cada negrito tiene su “cabeza- pensamiento” y que la belleza recibida durante la infancia en un salvoconducto para toda la vida.
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