De tempestad en tempestad

De Tempestad en tempestad: el miedo al trueno

A lo mejor mi brontofobia (la fobia a los truenos y relámpagos) no me convierte en alguien objetivo para hablar de todo lo que ello implica, pero igual, no se puede ser muy objetivo cuando de la vida se trata. Hay que sentir un poquito de aprensión de vez en cuando para valorar lo que tenemos. Y a todos nos gusta estar sanos y salvos, si nos dan a elegir según qué circunstancias.

Hace muy poco cayó uno cerca, pero tan cerca, de mí, de los míos, que todavía se está reparando el tendido eléctrico y mi abuela no ha podido volver a hablar por teléfono fijo con su hermana. Eso es a priori lo que fastidia tanto, la interrupción de comunicaciones, la explosión de un transformador, más el nervio del momento en sí, pero siempre puede ser peor.

No hace tampoco mucho tiempo que fue precisamente Matanzas, ciudad desde la que escribo, escenario de las consecuencias catastróficas y fatídicas de un rayo. El firmamento nos lanzó ese dardo para recordarnos la magnitud de su poder y cuánto puede originar su solo contacto con un punto sensible de nuestra geografía, de nuestras familias, de nuestros sentimientos.

Fotos: Raúl Navarro González

Y sí hace mucho, muchísimo más, vi por televisión un documento histórico, e histérico, de esos que no se olvidan: las declaraciones de un guajiro, primero campechano, luego tenso y por último lloroso ante la cámara, que había sobrevivido tres veces a descargas eléctricas a lo largo de su vida. Un condenado a muerte en evasión. «Les tengo miedo, mucho miedo…», balbuceaba temblando.

También yo lo tengo, y no heredado de él, sino desde que tengo memoria. Pero, como decía, el fenómeno escapa a mí, trasciende mi búsqueda de acomodo fetal sobre una cama segura, porque en realidad compete a todos. Fóbicos o no, y probablemente más a estos últimos.

El viejo dicho «Lo que está para uno está para uno» me ha parecido siempre un poco fatalista. Creo que, de haberlo asumido desde el comienzo, la humanidad no habría sobrevivido a la fase del mono y se hubiera dejado engullir por las fieras de la sabana antes que pararse en dos patas para verlas venir. Lo preocupante es que a menudo el dicho se repite por desconocimiento de alternativas con las cuales afrontar un problema.

Si bien no busco que los demás compartan mis «temores irracionales» (así los clasifica la enciclopedia), no está de más recordar que con unos simples y responsables cuidados podemos protegernos siempre que el cielo, más o menos nublado, se llena de truenos y relámpagos.

Por cierto, poderosa demostración de la Naturaleza es, de apabullante espectacularidad, pero hasta mis amigos fotógrafos «cazadores de tormentas», aquellos especializados en captar lo bello entre lo ominoso, saben que a veces conviene recoger el trípode, apagar la cámara y salir echando. O salir echando con la cámara aún encendida y el trípode a medio recoger, porque la cosa se pone mala y alguien teme por ellos en el hogar.

Si nos sorprende la tormenta en el exterior, hay que evitar ser el objeto más alto del lugar; por eso nunca es recomendable buscar resguardo bajo árboles solitarios, postes o estructuras metálicas. La seguridad aumenta alejándose también de piscinas, ríos o terrenos abiertos y húmedos. El agua conduce fácilmente la electricidad, ¿no es así?

Otra cosa está clara, una especie de gran consejo: si se escucha un trueno, evaluar dónde buscar refugio de inmediato. Puede ser una casa, un edificio con paredes y techo sólidos, o un vehículo igualmente seguro. En estos templos de salvación es importante cerrar puertas y ventanas para evitar que las corrientes de aire atraigan los rayos y desconectar aparatos eléctricos y electrónicos para evitar daños o riesgos.

En momentos de máxima cercanía al rayo, si sentimos cosquilleos en el cuerpo o el cabello se nos eriza, la recomendación es agacharse en posición de cuclillas, con los pies tocando el suelo pero sin estar totalmente apoyados, mano en las rodillas y cabeza baja, para minimizar el contacto con la tierra. Esto, además, relaja. Lo dice un brontofóbico.

En fin, esta manifestación atmosférica o ira de Dios, como queramos llamarle, aunque impredecible, no debe ser tanto motivo de pánico como de respeto y acción inteligente. Cada vez que sé de un adulto sentado en su balcón frente a una tormenta, lo mismo dándose una calada que un traguito mientras contempla impertérrito «el fin del mundo», me pregunto si lo hace por ignorante del peligro o por transmitir serenidad (muy burdamente) a los que viven con él. ¡Amigo, que estás a su alcance! ¡Dale para adentro y tranca las puertas!

Probablemente hayas leído con anterioridad cuanto tiene de consejos prácticos este escrito mío, en cualquier sitio web o tutorial de Youtube. Y probablemente no esté de más refrescarlo, porque oportunidad para ponerlo en práctica tendrás de sobra, de tempestad en tempestad, de desastre en desastre o de tragedia evitada en tragedia evitada.


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