A la hora de partir

A la hora de partir
Crónica de Domingo: A la hora de partir

Si algún día me marcho, ¿qué sucederá con mis perros? Quedarán detrás de la verja del patio, con la áspera lengua afuera y los ojos brillosos, en espera de su amo, hasta que regrese, derrotado o victorioso. Y si vuelvo, ¿me reconocerán? ¿Desgarrarán los bajos de mis pantalones en puro frenesí o me enseñarán los dientes como a un ladrón que fuerza las puertas de un hogar ajeno?

Si me largo sin comentarle a nadie, ¿qué ocurrirá con la gotera del retrete? Caerá y caerá sobre los azulejos hasta que la colcha que coloco debajo no sea suficiente. Entonces, el agua se deslizará fuera del baño y correrá por la sala hasta que caiga en cascada por el balcón. ¿Los transeúntes ajenos a mi abandono creerán que la casa llueve como árbol después de un chubasco?

Si decido partir, ¿quién cambiará de posición las macetas de mi madre cuando ella decida que el árbol del dinero debe estar más cerca de su cama o los helechos mueran por sobredosis de sol, o cuando a ella la estatura no le alcance para colocar en el macramé de las paredes del balcón la vasija de barro en la que crece una pequeña selva? ¿Quién le buscará el orégano en los canteros del patio para sazonar los frijoles negros de los domingos? ¿Qué hará mi madre?

Si como el viajero una mañana parto, ¿qué evitará que el comején devore mis libros: el «Cien años de soledad» que me regaló ella cuando acabó el noviazgo; el «Farenheit 451» que me legó mi amiga, la viajera que partió antes que yo; «El nombre de la rosa» que arribó a mí como un mandato de Dios; el «Adiós para siempre, preciosidad» que le compré a mi padre antes de morir, para que en su poder estuvieran todas las novelas de Raymond Chandler?

Si en mis maletas acurruco solo lo imprescindible y objetivo, ¿qué ocurrirá con mis diplomas: el que asegura que aprendí a leer, el que certifica que me gradué en el 2018 de una licenciatura en Periodismo, el montón de periódicos con un montón de crónicas que guardo en una mochila en el escaparate? ¿Se marchitarán las cartas de amor que guardo en una carpeta dentro de la cómoda? ¿El carmín con que las firmaron se degradará hasta tomar un tono rosa y una década después desparecerá en blanco en el mismo momento en que friego una torre de platos en un restaurante en Houston y me percato de que olvidé todos sus nombres, todos sus rostros?

Si me marcho cabizbajo en el carro que me llevará al aeropuerto, mientras escucho a un trovador llamado Leo García, ¿a dónde irán mis amigos cuando necesiten a alguien que los consuele? Pueden sentarse en la silla plástica de mi cuarto, con el roto espaldar, pero no habrá nadie que los escuche, nadie que le ponga la mano en el hombro y le diga: «Vamos por unas cervezas». Nadie, cuando yo esté en mi silla en un bar cubano en Miami de satín, vendrá a consolarme. No me pondrán la mano en el hombro y me aconsejarán que unas cervezas no resolverán nada y me conducirán en sus hombros hasta mi apartamento.

Si desde la ventana del avión me doy cuenta de que la ciudad luce como una maqueta de la ciudad y entiendo ante la vastedad del mar el aislamiento de las Islas, ¿quién recogerá mis panes de la bodega? ¿Quién, cuando el mensajero llame a las afueras del biplanta con las jabas que cuelgan como frutos apolismados en los hierros del bicitaxi, bajará las escaleras para ir a buscarlos? ¿ Y mi azúcar? ¿Y mis arroz vietnamita? ¿Y los frijoles que luego se condimentarán con el orégano del patio?

Si algún día me marcho, ¿qué sentiré si alguien se acerca a mí y me comenta que «no me vaya, que este país estará más triste sin mí», o si, al contrario, nadie me dice nada?

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