
En los inicios de la década de 1960, una anciana de largos y blancos cabellos residía en una pequeña cueva próxima al Sistema Cavernario de Bellamar. Recuerda Mayra Lípiz, entonces estudiante de la secundaria básica Cándido González, que en cierta ocasión, en los recorridos que hacían por los bosques del área, conocieron a aquella anciana que los recibía huraña y desconfiada.
Las visitas se repitieron y con el tiempo ésta les contó su secreto. Dijo tener más de cien años y residir en esa cueva desde que mataron a su esposo y el posterior fallecimiento de su hijo, en los finales de la guerra de 1895, y nunca abandonaría el lugar donde descansaban sus seres más queridos. Se alimentaba de la leche de una chiva criada por ella y de hierbas, y dormía sobre un colchón de paja seca.
En octubre de 1963, con la llegada del ciclón Flora, los jóvenes la ayudaron a proteger su improvisado refugio. Los esfuerzos por reintegrarla a la sociedad fueron en vano y en las postrimerías de esa década falleció. Lípiz la nombró Antonia, pues nunca reveló su verdadero nombre.
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