
«El barco» llegó un día y encalló en las orillas del río San Juan. Fue otro de los intentos de darle a nuestra gastronomía una visualidad más atractiva. Lo construyeron a imitación de un navío: con su timón de madera, un velamen de lonas azules y su camarote de fibrocemento.
En un punto lo desmontaron y lo volvieron a armar. Nunca entendí el motivo. A simple vista, se notaba en buen estado o, por lo menos, en mejores condiciones que otros inmuebles que a veces resulta complejo distinguir si son edificios o ruinas. Sin embargo, prefiero no pensar en ello. La respuesta puede doler demasiado.
Ahora, cuando «el barco», después de un importante impulso constructivo, tendrá su reapertura, han decidido nombrarlo “Los Mosqueteros”. Les juro que me dejaron boquiabierto con tal descontextualización literaria.

Quizás este caso pueda parecer mínimo; no obstante, en su propia insignificancia se halla su peligrosidad. Se ha hablado tanto de la cultura del detalle que tal parece un círculo vicioso. Entonces, si hechos como los de «el barco» ocurren, ¿cómo explicar que no puede suceder de la misma manera cuando se tomen otras decisiones, incluso más importantes?
Cuando niño, mi libro preferido fue Los tres mosqueteros y, si mi memoria no me falla, solo hay una escena en un barco. D’Artagnan viaja hacia Inglaterra para recuperar el collar de la reina que guarda el Duque de Buckingham. No creo que los responsables del arreglo recordaran esa breve parte de la trama a la hora de nombrarlo. Pero quién sabe, quizá peque yo de maestro de sospechas.
Si unimos un barco, aunque su eslora sea de concreto, y una isla del Caribe, lo que nos viene a la cabeza es la piratería. Tal vez este Mar de las Antillas, turquesa y violento, se conozca más que todo dentro de la cultura universal por las diversas historias de piratas que ocurrieron en él, y que luego se versionaron en la literatura o el cine.
Hay demasiadas historias de aventuras, el mismo género que Los tres mosqueteros, que transcurren en escenarios marinos: El corsario negro, de Salgari; La isla del tesoro, de Stevenson; El capitán Blood, de Sabatini; y muchos más.
Entonces, de las tantas formas que pudieran nombrarlo, incluso el generalista «El Barco», que es como ya lo conoce la población, o el obvio «Los Piratas» o «Los Bucaneros», ya que tenemos una cerveza homónima, o «Los Corsarios» o el más rebuscado «Los Filibusteros», o «El Navío», o cualquiera con una temática más marinera, ¿preferimos una historia que transcurre en Francia a miles de kilómetros? Jack Sparrow se avergonzaría de nosotros.
Alguien me comentó que antes en ese mismo sitio había otro negocio titulado así, Los Mosqueteros, el cual no recuerdo. Me pregunto ¿desde cuándo nos atamos tanto al pasado? y, si era así, ¿era imprescindible mantenerlo a pesar de que se creara un desconexión entre el diseño y el nombre? ¿Tan torpes somos? ¿Tan descuidados? ¿Podemos darnos el lujo de serlo, sobre todo en un sector como la gastronomía estatal, que de a poco lo opaca el privado?
Quizás el tema al que me refiero en este texto a los futuros comensales no le importe, si la cerveza está fría y barata, y las croquetas calientes y crujientes. A mí tampoco me interesaría, como si le ponen Barbie y el lago de los cisnes, pero no ha sido mi experiencia en los últimos años en lugares de ese tipo.
Además, como se esbozó con antelación, fenómenos así alertan, quizás un poco, que nos faltan lecturas; pero, más preocupante aún, sobre el nivel de despreocupación, de irreflexión, de poco tino de los que deberían brindarle a la gente, como tú y yo, opciones de entretenimiento y animación viables y bien pensados. Es decir ¿dónde quedó el pensar bien los servicios que al ser estatales deben pertenecer a todos?