El Cinematógrafo: Los tres mosqueteros (2023)

Los tres mosqueteros, un filme destacado por el poder que emana de su propia originalidad al margen de las numerosas adaptaciones anteriores.

Ficha técnica:

Título original: Les Trois Mousquetaires: D’Artagnan

Año: 2023

Nacionalidad: Francia

Dirección: Martin Bourboulon

Guión: Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière

Fotografía: Nicolas Bolduc

Música: Guillaume Roussel

Reparto: François Civil, Eva Green, Vincent Cassel, Romain Duris, Pio Marmai, Louis Garrel, Vicky Krieps, Lyna Khoudri

Duración: 121 minutos

Recién vuelvo de mi viaje a la Francia del XVII, como se retorna a la realidad tras acabar uno de esos libros que nunca se terminan de leer porque es como si reiniciáramos la vida al empezarlos de nuevo, y ya espero con ansias la anunciada secuela Los tres mosqueteros: Milady.

Lo hago con el corazón lleno de intrigas palaciegas y escaramuzas cruciales, de pálpito aventurero y tímida gallardía, mas no por la nostalgia que produce ver la mejor adaptación en muchísimo tiempo de una de mis novelas predilectas, sino por el poder que emana de su propia originalidad al margen de las numerosas adaptaciones anteriores; por una concatenación afortunada de elementos positivos para la puesta en escena; por un guión tan deudor de su base literaria como rebelde y suficiente ante la misma.

Acorde al espíritu de los viejos seriales con finales en suspenso, y similar a lo que sucede con otro par de dípticos vibrantes como la Epopeya india de Fritz Lang (conformada por El tigre de Esnapur y La tumba india, ambas de 1959) y Kill Bill (2003 y 2004, Quentin Tarantino), es siempre arriesgado opinar sobre un universo en constante giro de acontecimientos, del que nos sabemos conocedores de una primera parte pretendida y entendida como tal a simple vista o con solo haber leído noticias relacionadas.

Sin embargo, pese a que esta clase de binomios fílmicos a menudo radicalizan las diferencias entre una entrega y otra con premeditación y valentía, y aunque no temo a la posibilidad de una segunda parte mucho más tensa, oscura y psicológica (¿acaso no lo era, notablemente, el segmento climático de la versión dirigida por George Sidney e interpretada por Gene Kelly, de 1948?), de este episodio titulado D’Artagnan se puede extraer una visión muy compleja e interesante del canon mosqueteril. Que Bourboulon la repita o supere una vez montado el resto, no por probable es motivo para callar ante el entusiasmo que provoca un resultado inicial tan digno que hasta quedando por siempre incompleto reluciría como tantas joyas a medias hay, muchas veces, al fondo de las arcas preciosas del celuloide.

En efecto, se trata de una película maravillosa, a la cual le han arrancado las últimas páginas de su primer tomo y solo se intuye un epílogo a modo de anuncio del siguiente, algo totalmente compatible con lo que asumo por “maravillosa” en múltiples ejemplos, pese a conocerla mutilada. Es tan bienvenida, al menos en mi lista privada de las mejores del año, como también podría serlo la más redonda obra maestra de un supuesto auteur que no aspire a secuelas, ni a “enganchar” al público de un estreno a otro mediante el facilismo (discutible) de un final abierto. Hasta esos planos secuencia, que encierran los mejores momentos de energía desenfrenada y coreografiada a la perfección, me resultan menos forzados y mejor integrados aquí que en un ejercicio demasiado tocado por la eminencia, seminal en dicho estilo y puede que decisivamente influyente en este caso, como es El renacido (2015, Alejandro González Iñárritu).

Soy devoto del género aventurero y, quizá por eso, en los últimos años soy tan duro con buena parte de lo que me ofrece; no obstante, me niego rotundamente a repetir el error que década tras década suele cometerse con las películas que de él nacen siendo tan entretenidas o divertidas como profundas o pulidas a la vez, por lo que me nombro (sin que intervenga mano real alguna) defensor de este prodigio en concreto, con la firmeza que se transmuta en desconcierto al pensar en lo poco que se valora el alcance y calidad cinematográficos de muchas obras maestras no siempre así reconocidas, superiores a esta tal vez, pertenecientes al sagrado estigma de la acción y la aventura: desde los propios mosqueteros y el Scaramouche (1952) de Sidney, hasta saludos parecidos a despedidas como Adiós al rey (1989, John Milius), pasando por los tiempos gloriosos de Beau Geste (1939, William A. Wellman), Solo los ángeles tienen alas (1939, Howard Hawks), El halcón del mar (1940, Michael Curtiz), El signo del Zorro (1940, Rouben Mamoulian) en su versión no coloreada, Tarzán en Nueva York (1941, Richard Thorpe), Los inconquistables (1947, Cecil B. DeMille), El halcón y la flecha (1951, Jacques Tourneur), El mundo en sus manos (1952, u otras tantas de Raoul Walsh), Cuando ruge la marabunta (1954, Byron Haskin), la parte más iniciática de Los contrabandistas de Moonfleet (1956, Fritz Lang), Los vikingos (1958, Richard Fleischer), la Epopeya india ya citada, La gran evasión (1963, John Sturges), sin olvidar (y no la resalto por reconducir al terreno de Dumas) el auténtico testamento de cine mudo, trepidante e irrepetible que supone La Máscara de Hierro (1929, Allan Dwan).

Entre tantos títulos afines a un mismo espíritu, que invitan a conocer o redescubrir el contenido que apadrinan, destaca siempre la sumatoria de ciertos mosqueteros al servicio de un reino, a la sombra de un cardenal y unidos por un lema (que aquí no aparece), se adapte cuando se adapte e independientemente de quien lo emprenda. Otra cosa es que gusten más o menos los trabajos de gente tan dispar como Fred Niblo, George Sidney, Bernard Borderie, Richard Lester, Stephen Herek, Peter Hyams o Paul W. S. Anderson (quien, no puedo dejar de decirlo, cometió el crimen de poner una dirección artística espléndida y un reparto casi idóneo al servicio de la steampunk más inoportuna).

Aquí, donde la cámara se detiene en primer plano sobre un jadeante D’Artagnan el tiempo suficiente para confirmar que ha matado por primera vez; donde el voraz apetito de Porthos incluye tanto opípara mesa como ambos sexos en la cama, porque a fin de cuentas “un muslo es un muslo”; donde Aramis asume una dureza, así como prominencia en la acción, rara vez asociadas al personaje; donde Athos simpatiza con los hugonotes y ahoga mejor sus penas y es menos autocompasivo que de costumbre; aquí, donde todo se ve más realista y menos glamuroso de lo habitual, la bravía de un guión no impide que, ante el legado de Dumas, el comportamiento de Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patelliére sea similar al de los inmortales héroes para con el señor de Tréville: un alto sentido del respeto, más allá de toda irreverencia.

Pronto veremos si la venganza de la misteriosa dama encarnada por Eva Green, de próximo estreno, es también ejecutada con la precisión de una estocada inmortal.



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