
“Nunca he sido bueno con las palabras, compadre —Diosfredy se desplaza unos 40 grados a la izquierda en el sillón de barbero, como un niño que intenta mantenerse quieto, pero no lo logra—. A veces, me cuesta expresarme; por eso decidí tatuarme todas esas ideas, ponerlas en mí”.
Enseña los antebrazos: una bandera de Cuba cubre casi por completo el izquierdo, solo deja un mínimo rectángulo de piel donde tiene escrito “My children still have faith” (mis hijos aún tienen fe); en el derecho lleva la de Estados Unidos, en el pequeño istmo sobrante, entre el principio y el final de la enseña, hay otro dibujo más pequeño de la Isla de Cuba.
“Hay una política entre nosotros y Estados Unidos de la que no quiero ser parte, pero igual me afecta, solo así mis hijos serán felices…”, trata de resumir, pero una idea, como un gato entre las piernas, se le cuela en medio del discurso. Tropieza e intenta asirse a otra como si fuera una mesa, pero esta tiene los tornillos flojos, y no aguanta el peso de todo lo que quiere decir, entonces cayó, entonces calló.

I
Diosfredy nació en 1988, en un mundo bipolar, y entró a la primaria en uno unipolar. Sin saberlo, vivió la reestructuración de la geopolítica internacional que, con pequeñas variaciones, se mantenía casi intacta desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial. No obstante, un niño que creció en un pueblo llamado Jesús María, en el interior de Matanzas, en Cuba, un país sin industria pesada y con una economía dependiente del Campo Socialista, no se entera de nada de eso.
Los mecanismos de la historia —como si el mundo fuera un reloj de bolsillo al que, si lo abriéramos, por la línea del Ecuador encontraríamos engranajes, engarces, muellecitos— le quedan demasiado lejanos a un pequeño infante que se asusta con las gallinas silvestres, que se moquea como los pavos, al que le gusta observar cómo las lagartijas “hacen gárgaras”.
En 1992, cuando solo contaba con cuatro años de edad, apareció la Ley Torricelli y, a los ocho, la Helms-Burton. Para él fueron nada más que un nombre, jerigonza que repetían en la radio y la televisión, una y otra vez. Si él, tan pequeño, aún no entendía la lluvia ni el amor ni la muerte, cómo iba a comprender una ley.
Tiempo después, en la escuela de deporte, donde se entrenaba como pitcher, nunca le quedó claro el diferendo Estados Unidos-Cuba, porque la voz del profesor resultaba monótona, como la liturgia de ciertos monjes que han perdido la fe y solo les queda el discurso bíblico. Prefería repasar qué lanzamientos utilizaría en el próximo partido: el pensamiento antiimperialista de Martí, una recta a 90 millas; la explosión del Maine, una slider; la Enmienda Platt, una curva para mantener dominado al bateador.
El Plan Bush o “Asistencia para una Cuba democrática” lo sorprendió con 18 años, esa edad en que uno es un muchacho y a la vez no. Había abandonado el béisbol. En un ataque de autopercepción y modestia, raro en un adolescente, demasiado raro en un macho cubano, se percató de que nunca llegaría a ser un buen jugador. En comparación con el resto de sus compañeros, él se había quedado corto de tamaño y sus lanzamientos, canijos.
Por aquel tiempo en que no sabía a qué dedicarse, por qué se preocuparía por un supuesto Plan que organizaba Cuba después de que se derrumbara un gobierno que todo los años aseguraban que “ahora sí, que ya no aguantaba más”, pero que seguía, medio tambaleante, pero seguía ahí.
Al final encontró empleo en una brigada de soluciones verticales que radicaba en Varadero. Cuando uno debe estar así, colgado del aire, a resbalón y pico de comprobar que los hombres no rebotan, poca atención le puede prestar a la política.
Cuando Obama desembarcó en Cuba con su “sonrisa Colgate” y sus hijas —Y la gente no paraba de preguntarse ¿qué se echaban esas chiquillas para lacearse el pelo?—, con ese proceder suave y taimado, y apareció en Vivir del cuento, él se encontraba sujeto a una cuerda. Terminaba de pintar una pared por allá por Varadero, cuando trabajaba en soluciones verticales.

II
“Yo quiero que mis hijos sean felices y eso solo sucederá cuando los dos países se lleven”, acota unos segundos y 35 grados del sillón a la izquierda después, cuando logra organizar su mente.
Diosfredy es de constitución física trabada. A primera vista luce bonachón. Te remite a los muchachones amables que le dan de comer a los perros callejeros, los que, cuando las señoras de los edificios les piden que les alcancen la bata de casa que se cayó de la tendedera, lo hacen con gusto; los que, cuando compran un pan o un “chupa-chupa”, le agradecen al dependiente, aunque no sepan por qué. Los espejuelos, detrás de los cuales los ojos revolotean inquietos, refuerzan su porte noble.
Utiliza medias largas de futbolista. Padece de problemas en la circulación desde aquellos tiempos en que iba de hombre mosca, sujeto a las paredes de Varadero. Exhibe un peinado impecable, con cortes rectos, hechos a cartabón, y una diferencia progresiva a los costados y en la nuca. Él mismo se arregla. A un costado del sillón hay un gran espejo. Se para frente a este y con otro de mano, para poder observar la parte posterior del cráneo, se arregla con paciencia y fineza. En él coinciden el relacionista público y el producto.
Otra vez cae y calla. Aún no termina de abordar el tema de los tatuajes. Ese querer y no poder lo pone nervioso. Mueve el sillón 45 grados hacia la izquierda. Bizquea un poco detrás de los cristales de aumento para fijar la nitidez y el contorno. En dos o tres ocasiones abre un poco la boca. Entre los labios se le dibuja una mínima línea, pero esta nunca se ensancha lo suficiente para que quepa una palabra.
“¿Hierro, estás pinchando?”, un hombre se para en la puerta. Bloquea el sucio sol de las cuatro de la tarde que alumbra ese pequeño cubículo, lobby de casa, entrada de barbacoa, donde se ubica la barbería. Diosfredy sale de su ensimismamiento.

“Ya terminé por hoy, asere; pero ven mañana. Mira, si quieres escríbeme para reservar”, Diosfredy creó un grupo en Whatsapp donde mantiene informado a sus clientes sobre las reservaciones disponibles, los días en que comenzará tarde, las subidas de los precios.
Las barberías de barrios —esas en las que un señor mayor con mostacho y una bata blanca que peló a tu padre y al padre de tu padre, con los tres mismos cortes que usaban los machos cubanos hace tres siglos— de a poco le dan paso a una forma más moderna de sí mismas.
Utilizan las redes sociales para hacer publicidad, en una bocinita recargable suena el Bebeshito y te ofrecen una cerveza por 240 pesos para que refresques en lo que aguardas por tu turno. No obstante, hay detalles que no varían: el olor a talco y a colonia barata, el chachareo constante y el temor de darle tu cuello a un hombre que maneja una navaja sobre este.

El visitante continúa su camino y la luz regresa de a poco al local. Sube por los rodapiés de las paredes. Sube, y tintinea cuando alcanza el espejo grande al lado del sillón. Sube por el sillón y por el hombre que en él sentado está a punto de decir por qué se tatuó las enseñas nacionales de dos países para los cuales aún no termina la Guerra Fría. Sube por los retratos de sus hijos y de su sobrina, que se hallan encima del espejo y que muestran a un Diosfredy familiar, tierno, cercano.
Sube por el cartel del fondo, un poco desteñido tras los ocho años que Diosfredy lleva en este oficio. Comienza por el borde inferior donde estampó sus perfiles de Instagram, Facebook y su número telefónico. Sube un poco e ilumina una foto suya, tomada de la cintura para arriba, con los brazos cruzados, con un peine en una mano y en la otra una tijera. Las banderas en esa pose se fusionan y no se sabe de cuál es qué raya.
Algo semejante ocurre con los tatuajes reales en sus antebrazos. Después de cinco años, el dibujo ha perdido pigmento, y los colores, matices. Necesita un retoque: las líneas y el relleno. El azul regio americano y el azul celeste cubano lucen igual, como desanimados. A su propia manera, los dos países no atraviesan por buenos tiempos.
“Quiero darle a mis hijos lo que tienen los niños en otros lugares, ¿sabes? A mí lo que me interesa es que no exista ni el hambre ni la miseria”, se detiene un momento para leer el ambiente. El sillón se mueve primero unos 20 grados, y luego unos 50, para poder observar las reacciones de los presentes, uno de pie al frente suyo, otro sentado en el vano de una escalera que conduce al segundo piso de la casita. Estaba muy atento por si alzaban demasiado una ceja por desconfianza, si fruncen el ceño por la molestia, si aprietan el puño por la rabia.
Teme que sus palabras no se entiendan. Dicha actitud resulta comprensible. Su manera de pensar desprende una hermosa candidez. Remite a las simplificaciones de la realidad que llevan a cabo los niños, mediante las cuales ignoran la multifactorialidad de los fenómenos. Sin embargo, décadas atrás, esa comprensión sencilla de un proceso histórico complejo, esos tatuajes con la heráldica de El Enemigo lo hubieran convertido en paria, en un traidor de clase.
“Yo lo que quiero es que vivamos diferente. Realmente, no hallo la manera de cómo yo, trabajando, pueda ofrecerles a mis niños todo lo que necesitan —analiza otra vez a sus interlocutores. Al parecer, no encuentra nada sospechoso y relaja su expresión, pero igual—. No me interesa ser capitalista, pero no soy ni de aquí ni de allá”, aclara.

III
Trump vino a caerse a trompadas con la humanidad, allá en su mandato inicial, y a él le nació el primero de sus hijos. Entonces, eso de andar pegado a las paredes, como un hombre mosca, comenzó a asustarlo. Antes se preocupaba solo por una vida y ahora por dos, la suya y la del niño. Algunos asumen el ser padre con liviandad, como un rol secundario que se ubica detrás del hombre, detrás del proveedor, detrás del amante, detrás del cuadro; quizá por ello en Cuba existen paternidades tan indolentes, una de las tantas razones por las que el país se nos llena de soledades.
La administración de Trump arreciaba el embate contra los cubanos. A los de aquí los sofocaba por las restricciones económicas, y a los de aquí y a los de allá los apretaba con nuevas regulaciones. Entre tanta política, Diosfredy levantó una cochiquera en Jesús María. De tanto limpiar con escobillón y de cargar una cubeta con sancocho de aquí para allá, cuando se le acumulan las horas detrás del sillón, se le resiente la espalda.
Atrás quedó Toretto, que con el capó en llamas de un Chevrolet corrió por el Malecón en Rápido y furioso 8. Atrás quedó la posibilidad que de manera legal niños, como Diosfredy, jugaran con los Astros de Houston y así sentirse prospectos de astros, hijos de la luna, sobrinos del sol, ellos mismos. Atrás quedó la posibilidad del entendimiento que se avizoró en el período Obama, aunque fuera de mentiras. Atrás quedó la esperanza de una pausa de esta desgastante guerra. Pero a Diosfredy le nacieron jimaguas, dos hembritas.
Más o menos por aquellos días, políticamente avasalladores, su sobrina le comentó que había visto un cartel en el que ofrecían un curso de barbería y peluquería gratis. Al día siguiente, viajó desde Jesús María hasta Matanzas, la cabecera provincial. Revisó poste por poste hasta que halló el cartel entre anuncios de grupos de reguetón y carteleras de cabarets.
Comenzó a pelar primero gratis, en el barrio, para calibrar la mano en Jesús María. Cobró cuando le agarró la vuelta al asunto. Por ese entonces, también se mudó hacia Matanzas y abrió su propia barbería. El primer local quedaba más arriba en la ciudad, en medio de una pendiente, a diferencia de éste —en que él gira el sillón, como si al ir hacia la izquierda retrocediera el tiempo y a la derecha lo adelantara—, que se ubica en el centro histórico.
Y quisieron hacernos la historia de una coyuntura que debía ser temporal y se ha vuelto cuento de camino, el de un chino, un murciélago y una pandemia mundial; el de Donald que llega a un bar y pide un vaso de lejía a las rocas; el de viene la luz, se va la luz, ¿cómo se llama la obra?; y otros más, pero que ninguno dio risa. En tiempos convulsos, en que tanto Cuba como Estados Unidos, se sumían en sus propias crisis políticas, económicas o sociales, Diosfredy, de a poco, levantó cabeza.
Como había ocurrido en su pasado, el diferendo estaba allá, en lo alto, y él aquí, sobreviviendo, con sus altas y sus bajas, a pesar de la macropolítica. Esta luce tan por encima de nosotros que el ciudadano común intuye que no existe. Quizá sí esté al tanto de ella; sin embargo, cuando debes colocar tu ingenio y energía en la cotidianidad, en la supervivencia, poco vale en qué dirección giran los engranajes del mundo. A lo mejor, a su propia manera, Diosfredy percibió, de reojo, como una figura lejana, los muelles, las roscas, los pines del mecanismo del mundo.

IV
“El varón mío en una ocasión se deshidrató. Llegamos al Centro Médico con él muertecito. Ahí me lo salvaron y no me costó un quilo”, concluye por el momento y baja los ojos hacia sus muslos y se limpia en el chor un poco de polvo blanco.
Puede ser talco o harina o una mezcla de ambos. Su último cliente fue un hombre que trabaja en la panadería del frente y que le pagó un “apurado”, una modalidad que por el triple del precio habitual te adelantan en la cola. Ese chance, en lo que se sacude la ropa, le sirve para pensar lo que dirá a continuación, para ajustar par de sustantivos, para sopesar unos adjetivos, para repensar unos adverbios.
Como la mayoría de los barberos, a Diosfredy se le da mejor escuchar que conversar. Los bartenders hipsters, los sacerdotes católicos y los psicólogos nihilistas comparten ese rasgo. Mientras cincela los cortes en la patilla, le hablarán de mujeres que recogieron sus maletas y el perrito de bolsillo y nunca más se supo de ella; mientras hace la diferencia, de socios mala paga que le deben un peso a las once mil vírgenes; mientras, con la navaja rasura el estrecho entre las dos cejas, que lo bueno que tiene esto es lo malo que se está poniendo.

Él labora de domingo a viernes. Aunque trabaja en el centro de la ciudad, su residencia queda en El Naranjal, un reparto lejos de la mirada de Dios. Está separado de la madre de sus hijos, pero estos viven próximos a él, en el mismo barrio. De domingo a viernes, al terminar en la barbería, visita a sus hijos, una de las jimaguas recibe clases de guitarra y él la acompaña a la lección. El mayor estudia un técnico medio en Electrónica, y hasta el momento no ha mostrado ningún interés en tener a su disposición el cuello de un hombre.
Los sábados, su jornada de descanso, los dedica casi por completo a sus hijos, según cuenta. Nunca más ha jugado pelota. No le gustan las películas, ni siquiera en las que Toretto maneja un auto clásico con el capó en llamas por el Malecón.
“Mis niñitas nacieron un poco prematuras y empezaron a padecer bronquiolitis. No salían del hospital. Cuando pensaba que había terminado con una, se enfermaba la otra. Allá los médicos me las trataron como si fueran hijas suyas. Faltan medicamentos y cosas, pero la voluntad y la humanidad no”, retoma la conversación Diosfredy. Hasta ahora ha sido su intervención más extensa. De a poco se organiza mejor, agarra fluidez, convierte la tinta de los tatuajes en perífrasis verbales, en soliloquios, en relato.
No se toma con liviandad lo de ser padre. Es un gran árbol en donde los infantes trepan y reciben sombra y sosiego. Quizá por esa sombra larga, por ese sosiego difícil de conseguir en un país en que aquel que se detiene muere lentamente, y por su forma sencilla de analizar la realidad política cubana, hace cinco años se tatuó todas esas ideas que no lograba expresar en palabras.
A ello súmese, sea en parte verdad y en ocasiones pretexto, que en la radio, en televisión, en el decimosexto acto político, acecha “el enemigo”, como un tipo que te cae mal, pero que te tropiezas en cualquier parte, y todo el mundo lo menciona, aunque no venga a colación.
A la vez “el enemigo” se sabe vender bien. Como mismo hace Diosfredy con su pelado, en él coinciden el relacionista público y el producto. Hollywood no es más que el gran centro comercial de la maravilla americana; polvito de las hadas del electroneón para tintar tus ojos. Por eso se dice que Estados Unidos sabe hacer dos cosas bien: las películas y todo lo demás, y comprendemos que saben hacer bien “todo lo demás” gracias a su cine y al streaming y a Taylor Swift y al medio tiempo de la Superbowl.
“De verdad atendieron muy bien a mis hijos en los hospitales, pero aún siento que no les puedo ofrecer todo lo que quisiera. Gano bien con la barbería; pero no lo suficiente para darles todo lo que necesitan. Me salvo gracias a mi sobrina que está afuera y me manda mochilas y esas cosas, hasta las maquinitas recargables que me permiten trabajar en los apagones”.
Habla y gesticula con las manos, en ese lenguaje extraverbal de los cubanos que sirve para enfatizar la idea más ligera y para aligerar la más enfática. Las banderas en sus antebrazos, con el movimiento brusco, parecen ondear en los tres metros cuadrados de la barbería.
“No me interesa ser capitalista. Solo quiero ver felices a mis hijos”.
