El matrimonio siete décadas después

El matrimonio siete décadas después. Imagen Generada con IA
El matrimonio siete décadas después. Imagen Generada con IA

“Fue en 1955”, afirmó con asombrosa claridad, como si hurgar en la memoria 70 años atrás resultara tan sencillo. Era solo una adolescente cuando quedó atrapada en las redes del amor, por aquel guajiro delgado y pequeño de estatura, de ojos pícaros y carácter espabilado. Asegura que muchas vueltas tuvo que dar en su caballo el conquistador para raptar a la princesa de la casa y arrastrarla, en su andar, por otras ciudades y mundos.

Hay quien dice que la aspiración de toda mujer —muy absolutista afirmación— es vestirse de blanco, entallarse un traje de encaje a su justa medida, y vivir a plenitud el sueño del velo y el ramo, que para buena suerte deberá acompañarse de “algo azul” y otro “algo prestado” como certeza del éxito.

Sin embargo, la abuela no usó tules ni encajes, ni tuvo una escandalosa despedida de soltera ni la lujosa ceremonia con globos y cuantiosos invitados, o la luna de miel en París; y ya celebró las bodas de plata, las de oro, y luego pasaron los 20 años de Gardel.  

Hace siete décadas que mis abuelos unieron sus vidas en el sagrado matrimonio, que se prometieron estar juntos en las buenas y las malas, en la salud y en la enfermedad y acompañarse hasta el final, y así lo han cumplido, como referencia e inspiración.

Ha habido de todo en ese tiempo: nacimientos, un hogar forjado por un comerciante y una entregada ama de casa desde los mismísimos cimientos, viviendas con goteras, alimentos cocidos con leña, precariedades y bonanzas, discusiones y cariños, un cáncer y muchísimas buenas noticias, nietos, biznietos, el fallecimiento de un hijo, viajes, paciencia en demasía… Como ajiaco, en la vida de cada ser humano hay mezcla de luces y sombras, matices que van y vienen, vasos medios llenos o vacíos, en dependencia del ángulo en que se mire.

Mis abuelos me enseñaron que el matrimonio no se trata de perfección ni de gafas oscuras para no distinguir lo malo. La clave está en el respeto, la tolerancia, en usar la empatía como bandera, y en balanzas que deben encontrar cuidadosamente el equilibrio. 

Trae de todo como en botica y no está exento de negatividades, pero tiene la dicha de los hijos, de los sueños alcanzados tras mirar juntos el mismo horizonte, de los proyectos que vencieron obstáculos y tomaron sus propias riendas.

Siete décadas después, la abuela necesita de un armatoste metálico para andar, y al abuelo la mente le vacila por instantes. Sin embargo, entre lagunas de recuerdos y cuerpos que languidecen por el invencible tiempo, él no olvida aquel día en que se decidió por la trigueña de pelo largo y temperamento fuerte, y ella, la mañana en que dejó escapar un suspiro por el guajiro pequeño de estatura pero gigante de corazón.

Al final de la existencia, más allá del buen sexo, de los orgasmos salidos de filmes, de las riquezas de una prosperidad material, quedan los verdaderos placeres de la compañía, los sentimientos sin fecha de caducidad, la satisfacción de ser horcones de una familia y el amor, aunque transformado, tan vívido como aquel entonces.   

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