El hombre del hogar

Hombre
El hombre del hogar. Foto: Generar por IA

Cuando uno es niño y se autopercibe como un juguete de acción, capaz de asumir cualquier tarea que el mundo le eche encima, le da por soñar con ser de todo: astronauta, bombero, navegante, deportista de alto riesgo, hasta miembro de un comando especial y más ocupaciones “de las duras” que, por su condición masculina, le corresponden. O le deben corresponder, a juzgar por los preceptos con que erróneamente crecemos.

Por lo general, esos aparentemente infinitos horizontes de grandeza no admiten la función de hombre del hogar. No es algo lo suficientemente “épico”. No entusiasma igual que la idea de salvar el mundo. Lo más cerca que estábamos de eso es cuando jugábamos a las casitas, y la mayor de las veces no tanto por compromiso como por excusa para pasar rato con las chiquillas.

La historia sigue su curso, y llegado cierto punto nos encontramos convertidos en esa cosa inasumible que veíamos como lejana: un fregador consagrado, un raudo mandadero, un limpiador esforzado o, simplemente, un ocupante funcional de su hogar.

También es cierto que, cuando abrimos los ojos en ese sentido a nuestras múltiples posibilidades intrahogareñas, en ocasiones tendemos a prejuzgar la figura de aquel que trabaja de la puerta para afuera y no tanto de la puerta hacia dentro. Todo es relativo, incluso el reparto de roles entre marido y mujer: quizás ella lava y cocina mientras usted, lejos de allí, contribuye a la estabilidad de su entorno rompiéndose el lomo en otras labores, no por distantes menos valiosas.

Hombre hogar

Pero no menos cierto es que, históricamente, persiste un componente de loa viril que pesa sobre muchos de nuestro sexo. Nos autocensuramos por pereza y, en lamentables casos, por complejo. Nos privamos de ayudar en labores a las que podemos contribuir, y ¡ojo!, llamamos “ayudar” a lo que, dicho de otra forma, no es más que hacer lo que nos toca. En la medida de las posibilidades, claro. Sin establecer un duelo de caracteres o argüir en discusión quién de los dos se está echando encima la casa de verdad, que es la clase de enfrentamientos que no conducen a ningún sitio.

Cualquiera que me lea podría creerme un psicoterapeuta frustrado cuando en realidad no hago sino ilustrar lo que usted, yo y tantos otros podemos encontrar, y hemos encontrado, en un sinnúmero de núcleos familiares a lo largo de nuestra existencia. Y muy a menudo los ejemplos negativos que uno presencia, si nos pueden ser de alguna involuntaria utilidad, sirven para mostrarnos aquello tan negativo en lo que nos podemos convertir.

Por ello no es de extrañar que aún actúen sobre nuestra mente esos rezagos según los cuales el hombre adaptado a la vida casera en pareja es un hombre domesticado, un hombre figurativamente castrado o que, simplemente, no es ya un hombre; con lo cual el agotamiento “masculino” puede volverse un pretexto para llegar, soltar los bultos y evadir tareas pendientes… sin tener en cuenta la contraparte: el agotamiento de ella, al cual nos estamos sumando nosotros con toda la pesadez de nuestro ser.

¿No hay una expresión entre cubanos que alude al candil de la calle como oscuridad de la casa? Pues, ¿por qué no ser también candil en la casa? ¿Por qué volvernos una sombra más, la del héroe que alguien espera en nosotros ver?


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