
Ella ahora mismo nos rodea, nos espera, parece lo próximo que nos depara el destino. Cada vez escuchamos más su nombre. De no ser en realidad tan nuevo su concepto, diríamos que es lo último que trajo la ciencia: Inteligencia Artificial (IA), un auténtico nombre con apellido que se anuncia por sí solo. El mundo le ha concedido ya sus cartas de ciudadanía.
¿Tienes un problema? ¿Quieres averiguar cómo resolverlo? Ella es tu solución. Escríbele a uno de sus chats, que para eso están programados: lo mismo para explicarte el origen del mundo, que para redactar por ti el texto que te dejaron de tarea, que para aconsejarte técnicas de seducción. Si necesitas imágenes, también. Hasta una foto tuya y de tu pareja en diseño anime, a lo Studio Ghibli, para enojo del maestro Miyazaki. Lo que sea.
Sin embargo, creo que nos falta un poquito más de tiempo y perspectiva, pero solo un poquito, para dimensionar en una medida plausible lo que supondrá la IA para el mundo. Una vez se consolide, quiero decir, al punto de que se haga obsoleto explicar en qué consiste a alguien que no la conozca, así como sus ejemplos prácticos y sus proyecciones futuras. Al menos las que podemos imaginarnos, desde nuestros límites de inteligencia natural.
Porque pasó a su vez con el Internet: ¿cuántos criterios alegres y catastrofistas no hubo en sus albores? Y, transcurridas unas décadas, ¿cuántos criterios alegres y catastrofistas no han resultado tan reales como en los albores? Es sensato dudar, mantener una postura atenta a las grandes novedades, sin caer necesariamente en el optimismo o el pesimismo excesivos. Pues siempre acabarán teniendo razón las posturas extremas, desde sus respectivos puntos de vista.
Quien se acoge a la ambivalencia, en cambio, obtiene beneficios de tamaña innovación, a la vez que se resguarda de posibles peligros. Empezando por el de la despersonalización, la deshumanización o como queramos llamar a lo que trae aparejado la IA por su definición misma. Una vez más, como ante tantas actividades, la mesura parece lo más prudente.
Ejemplo leve: el exceso de dependencia de una calculadora nos nubla las tablas de multiplicar en la memoria. Me ha pasado. Por eso está en mí la voluntad de practicar el cálculo a hoja y lápiz o, por el contrario, seguirme fiando del artefacto que piensa por mí. Lo preocupante en el caso IA es cuántos y hasta qué punto aplicarán su fuerza de voluntad humanizante ante un ente informático que extiende las posibilidades de uso y diversión entre todas las tecnologías.
Podemos ganar mucho en posibilidades recreativas y artísticas mediante estos programas, pero también perder mucho en cuanto a capacidad creativa e interpretativa, si cedemos por entero nuestro rol. ¿Cuál rol? Bueno, el de lectores que saldrán mucho más ricos de una investigación bibliográfica que de un atajo en chat GPT; el de estudiantes que, mal que bien, al menos escribirán como ellos mismos si no sustituyen sus ideas propias por meros clics; o el de artistas que serán más auténticos mientras no subyuguen su habilidad al facilismo de generar imágenes, sonidos o textos salidos de una base de datos intangible.

Es mucho menos apocalíptico hablar de evolución, o revolución, que de “rebelión” de las máquinas. Concepto este último, por otra parte, muy atractivo para amantes de la ciencia ficción y para aquellos que cada vez notan menos la parte de “ficción” en todo el imaginario. Algunos aventuran, incluso, que estamos viviendo ya la arrancada histórica de este fenómeno.
La IA está a la cabeza, a la avanzada de dicho proceso. Pero si algo no podemos olvidar es que, mientras existamos y pensemos, los protagonistas de esta historia seguimos siendo nosotros. Y de nosotros depende que nos sustituyan en escena o, por el contrario, los grandes cambios continúen apareciendo para nuestro beneficio, no para nuestra derrota.