
Crónica de un salto en nombre del amor. Fotos: Raúl Navarro
No había entrada para el cine. No había cine. Caminaron sin rumbo, como se camina en Matanzas cuando no se tiene más que tiempo. Eligieron el puente Giratorio, ese esqueleto de acero que cruza el San Juan como sobreviviente de otros tiempos.
No buscaban más que un rincón donde el mundo se olvidara de ellos. El río corría abajo, tranquilo, sin saber de lo que sería testigo.

Ella llegó primero, con los hombros al sol y el cabello suelto como domingo. Él traía la urgencia de los que no pueden ofrecer más que su propio gesto.
—¿Y si me lanzo?
—¿Y si no vuelves?
Él sonrió. Ella fingió que no temblaba.
Desde lo alto, todo parecía un poco menos triste. El río brillaba con esa luz que solo conocen los que se han quedado sin nada pero aún insisten.




Sin decir más, él voló. Hubo un segundo sin aire. Hubo un segundo donde ella creyó que el amor era eso: lanzarse sin red, sin certezas ni papeles… solo con fe en que el otro esté abajo, esperándote.


Matanzas siguió girando despacio, como el puente. Pero ellos ya no eran los mismos. Guardaban un secreto: el amor, cuando es de verdad, también es lanzarse sin saber dónde vas a caer.

PD: En Matanzas arrojarse desde los puentes constituye casi una tradición de niños y jóvenes; sin embargo, ello no significa que no exista peligrosidad en este acto y que pueda afectarse las estructuras bastante dañadas por el tiempo y el olvido.
