Crónica Citadina: ¡Sí, esa es Aya!
Le decían Aya. Una mujer negra de hablar rápido, aunque más rápido era su andar por la ciudad.
Su compañero se llamaba Manuel, un blanco que frisaba los 70 años. Ella tendría más de 50 cuando los conocí a ambos, en la década del 60. Y quien escribe esta crónica contaba entonces con 14 o 15.
Manué, como le decía ya, era un pintor de brocha gorda. Tenía un físico fuerte y su rostro estaba surcado por arrugas. Poseía ojos claros, uno de ellos con una nube, producto de una añeja salpicadura de pintura, quizá cal, que le afectó un tanto la visión. Pero Manué continuaba trabajando afanosamente, subiendo y bajando escaleras.
Calzaba tenis altos, blancos. Los de otros modelos, bajos, los usaba en su andar diario. Jamás se le vio otro tipo de zapatos en sus pies, pues “los callos me matan”, decía. Y esa situación hacía lento su caminar.
Aya lo visitaba en el cuarto que su Manué poseía en un solar situado en la calle de San Diego, entre Santa Rita y San Juan de Dios, en esta ciudad. Su rostro, donde lucía una nariz aguileña, se alegraba cuando la veía llegar.
Habitualmente, Aya colgaba de un hombro su inseparable cartera de mano, de brilloso charol. Siempre bien vestida, con sayas estrechas y blusas ajustadas, lo que destacaba su fina cintura.
Ella recorrería todo el barrio de Pueblo Nuevo en cuestión de minutos, tal era la velocidad que imponía a sus pasos. Alguien podría decir que la vio por la calle de San Vicente y otro afirmar que la había visto por San Diego pocos minutos después.
Era todo un personaje. Muy ocurrente, risueña en ocasiones y de hablar rápido como los pies. Constituía la antípoda de Manuel en su forma de andar y de expresarse. Cuando salían de paseo, Aya siempre dejaba detrás a su Manué. Se detenía a esperarlo y ahí le criticaba su lentitud.
Él se defendía, aduciendo el dolor que le provocaban las callosidades de sus pies. Aya lo miraba de arriba abajo, y solo decía: “No me digas… Tú no quieres caminar junto a mí”. “No me digas eso, Ayita. Si tú eres mi vida…”. “Vete a ver a un quiro… un quiro como se llame ese que cura los callos”, ripostaba ella.
No obstante, varias veces lo vi voceando el nombre de Aya, para que lo esperara.
En tiempo de carnavales, a ella le gustaba el ritmo de la comparsa, ya fueran los Moros Azules, los Guajiros Elegantes, los Guaracheros de Regla… Sin embargo, personalmente, nunca la vi arrollando tras una de esas agrupaciones.
A Manuel sí lo encontraba acomodado en un kiosko, consumiendo pan con lechón, o con chorizo o butifarra.Con la ración de ella ya garantizada, tanta era la popularidad de Aya, que hasta su figura, en tamaño grande, adornaba la baranda del puente de Tirry, en la parte correspondiente a la plaza de la Vigía.
También el muñecón de nuestro colega Ignacio López Marrero ocupaba ese espacio en la baranda paralela. Manuel estaba un poco celoso por el “atrevimiento” de quien se le había ocurrido “copiar” a su Aya.
Así lo comentaba él ante un pequeño grupo de viejos conocidos. Cuando llegó ella: “Esa es la única manera que tú te puedes reír de mí, Manué”.
Unos y otros de los amigos se miraron entre sí: “¿Oíste, Manué?”.
—Pero, Ayita, si yo no estaba más que contando a estos amigos, que tú conoces, lo bien que quedaste en…
—¿En qué, Manué? ¿En qué?
—En esa muñeca linda que te copiaron a ti, mi vida —adujo él, apresuradamente; y para cortar la embarazosa situación, agregó—: Tu hijo te estaba buscando para darte un recado de tu hermana.
Ella fue a ver a su hijo, y Manuel respiró tranquilo.
Todo matancero que la conoció al pasar por el puente y ver las figuras allí instaladas, decía: “Sí, esa es Aya”.
(Por Fernando Valdés Fré)