Educar es una transformación. Foto: tomada de El Artemiseño
Siempre tuve la duda de si era cierto eso que, desde el frente del aula, se ve todo: al que juega con el celular en medio del turno de clases, quien hace muecas tras el regaño, el papel que pasa de mano en mano con el mensaje secreto, el “chivo” que salva del ponche pero no de la ignorancia.
Creo que nadie escapa a la seducción de las tizas y la improvisada pizarra de la infancia, donde en juegos de roles también fuimos médicos, mecánicos, gastronómicos, bancarios y hasta astronautas.
Pero lo del docente dura más. Quizás hasta que unos logaritmos, o los alcanos y aldehídos, o la trayectoria de un proyectil, o simplemente el miedo a la oratoria frente a grandes audiencias, pongan en duda tu capacidad para aprehender e inculcar en otros los conocimientos como tus maestros hicieron contigo.
De niño incluso creíste que ellos, tus maestros, eran seres de otro planeta, con una mente enciclopédica capaz de aclarar dudas al instante y una paciencia infinita que sólo alguna hiperquinesia lograba sacar de la zona de confort.
Junto a tu estatura, con los años también creció la admiración y el respeto por quienes se desdoblan frente a un aula, inician en las letras y números, y educan en saberes y valores.
Quizás a muchos de ellos le debemos nuestra profesión actual, por ese arte con que formaron nuestra vocación y guiaron nuestros pasos, como mismo mamá y papá nos tomaron de la mano para mostrarnos el mundo.
Llegaste a identificarte tanto con tus maestros que un buen día hasta te sorprendiste usando el dedo como puntero para encauzar el camino de otros que, como tú en el pasado, necesitan de la sapiencia del docente.
Y entonces descubriste que no eran seres de otro planeta, que sus conocimientos se sustentaban en su horas y horas de preparación, en la ingeniosa distribución del tiempo de casa, donde había espacio para estudio, trabajo, cuidar a la familia y ser horcón del hogar.
Que sus vidas no se matizaban perfectas, que también tenían pesares que quedaban detenidos a la entrada de aquel centro de saberes que conocías como escuela. Y que, aunque frente al grupo parecieran invencibles, eran vulnerables.
Y entonces te convenciste que desde allí, desde el frente del aula, justamente se ve todo: al que las preocupaciones le sobrepasan, al que sufre alguna angustia, al que no le basta con una lección para captar el contenido, el que necesita de un abrazo.
También comprendiste que el proceso enseñanza-aprendizaje es bidireccional y de flujo constante, que el conocimiento está en constante construcción, y que el juego de roles de la infancia nos acompaña toda la vida.
Agradeces haberte atrevido como ellos a guiar caminos e inculcar con amor, y comprendes que las enseñanzas no las paga una moneda porque la mayor remuneración del docente radica en cuánto llega a impactar y transformar no solo la mente, sino el corazón del alumno.
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