Islas, tesoros y la infancia recuperada
A veces pienso que nosotros, los que obsesivamente hemos habitado Mompracem y asaltado Maracaibo y dado la vuelta al mundo en infinitos e imaginarios días, somos una especie de hermandad aparte. Como si el mundo para nosotros no fuese igual (ni mejor ni peor, solo diferente) que para quienes crecieron con más Yugi-Oh y Naruto que D’Artagnan y Montecristo. Supongo que a ellos también les ocurre.
Hay quienes, para su suerte, han podido combinar ejemplos tan dispares en su infancia. Ojalá la mía me hubiese dado tiempo para tanto, pero suplí numerosas tardes de reuniones shonen por otras en compañía de mis amigos de capa, ficción y espada. Eso, como cualquier otro factor, por minúsculo que parezca en su momento, marca a cada cual de manera distinta en sus emociones, gustos, en su manera de ver el mundo.
Como de lo que más conozco es de galeones hundidos, romances caballerescos y detectives con o sin lupa, me escapo a ese terreno para darme cuenta de algo: volver a leer lo que hace tantos años leíamos y visualizábamos, con regocijo púber ante el libro o el televisor, es mucho más que un mero ejercicio de nostalgia.
Pero en el caso de la lectura tradicional “juvenil”, a mi juicio, hay un agravante que noto en derredor: el abandono de sus fieles, de sus practicantes de antaño. No me refiero a la proliferación de libros electrónicos (que yo uso muy gustoso), a la adopción de hábitos más dados al audiovisual que a las páginas o a la predilección por obras de contenidos opuestos, en absoluto: hablo de la indulgencia con que se trata, despachándola de ejercicio menor, cuando encuentro en ella un factor de valioso aporte al individuo crecido.
Ese factor es la infancia recuperada. No es mía esta unión de palabras; en su indispensable ensayo-libro-confesión La infancia recuperada, el filósofo español Fernando Savater hilvana una travesía de análisis profundo por medio de sus lecturas de niño y, sobre todo, sus relecturas de mayor. Allí se deshace en halagos y observaciones sobre el inquilino más famoso de Baker Street, La isla del tesoro, Robinson Crusoe, las novelas de Sandokan o la saga de la Tierra Media de Tolkien, etc.
Dicha propuesta constituye un viaje a edades pasadas, desde la madurez de la presente. Una oportunidad única de reconocernos, de notar en qué hemos cambiado y hasta qué punto hemos seguido o no los valores, principios y ambiciones que tiempo atrás nos inculcaron aquellos héroes entre letras. Puedes acabar orgulloso o decepcionado de ti mismo, mas ciertamente no te da igual el resultado de la operación. Un reencuentro siempre activa algo muy adentro de nosotros.
Si en algo insistimos Savater y yo, aunque él lo haga desde esa plenitud erudita que da tener bastantes más años y lecturas que un joven, es en lo significativo de concederle una segunda oportunidad a cualquiera de esos grandes clásicos que un día nos marcaron. Por lo revelador que nos puede resultar, por lo emocional, por lo intelectual, por lo autocrítico y definitorio en nuestro molde humano.
Así comprobaremos que ni la isla de Stevenson ni su tesoro son más importantes que un niño confiándose al ejemplo de un adulto, ese vínculo tan delicado que ejerces como padre. Que el auténtico Robinson eres tú cuando no te queda más remedio que enfrentarte a la adversidad y hacer de tu hogar tu isla, porque te rodean el mar y la desolación. Que los amigos no son perfectos, pues hasta los mosqueteros se dejaban de visitar 20 años después. Que hay muchos Richelieus tras las fachadas, Miladys en tu romancero y corsarios frustrados en tu interior. O, qué sé yo, que lo de robar a ricos para darle a los pobres no era tan fácil.
Creo en la necesidad de volver a ser niños, con ojos de adultos. No para restarle frescura, inocencia o encanto a nuestras cosas favoritas de antaño, sino para impregnarnos de ellas en momentos donde quizá no tengamos otra medicina para nuestros males, ni más cálido confort para el alma. Zarpemos una vez más, pues, rumbo al irrepetible y cada vez más distante país de la aventura leída.