Crecí escuchando sobre “violencia de género”. Sobrina de una psiquiatra, por demás: feminista hasta la médula, era lógico que las lecciones relacionadas con autoestima y amor propio estuvieran a la orden en el hogar.
Muchas resultaban contradictorias en aquel ambiente machista de épocas atrás, donde se veían “normales” las mujeres excesivamente tolerantes y hasta sumisas que, con tal de mantener una relación y cumplir con los cánones sociales, aguantaban “villas y castillas”.
Mi tía insistía todo el tiempo en que las mujeres éramos muy valerosas, por llevar adelante, al mismo tiempo, una profesión, la casa y la familia. Algunas tan multifacéticas y Marianas, capaces de asumir en solitario los cuidados de los infantes, asegurando el plato en la mesa contra viento y marea, desafiando todo tipo de tormentas, sobreponiéndose como un roble a los embates de la naturaleza.
Por eso no entendía a aquellas que se dejaban menospreciar y humillar, porque su posición económica no era la más favorable, o porque se consideraban feas y que no podían aspirar a más. “Hasta los celos son violencia de género. Nada los justifica, solo se traducen en desconfianza”, me decía, y siempre saltaba en la defensa de aquella jovencita a la que el novio no le dejaba usar faldas cortas y apretadas, o de la amiga que tenía los creyones escondidos en el fondo del armario, porque desataban una odisea en casa.
Mucho me contó sobre el “ciclo de la violencia”, ese que comienza con un insulto, una desvalorización, un empujoncito pequeño… y que va en escalada y espiral, quién sabe hasta dónde. El mismo que, luego de una etapa crítica, cae en la de los “arrepentimientos”, tan parecidos a las famosas lágrimas de cocodrilo, y llegan las embusteras promesas del “no sucederá más”.
“Entonces, ella se siente culpable —me explicaba— y piensa que quizás dijo algo mal, que es demasiado peleona, que sabía que a él no le gustaba que hiciera eso y lo hizo, y hasta asegura que no es malo, solo que ella provocó su ira”. Una lista de justificaciones que pareciera no tener fin, y que un buen día comienza a requerir de un maquillaje extra, porque hay que camuflar las ojeras del insomnio y el moretón del “sin querer”. Lo más triste es que la sociedad es tan machista que muchas veces justifica lo injustificable y lanza el doloroso “algo le hiciste para que reaccionara así”.
Hace siete años que mi tía ya no está en este mundo. Creo que le hubiese encantado conocer el nuevo Código de las Familias, donde las mujeres están mejor representadas; aunque de seguro coincidiría conmigo en que queda mucha tela por donde cortar. A veces, tristemente, las leyes quedan solo sobre el papel.
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Pero estoy convencida de que a mi psiquiatra favorita le hubiese encantado ver los “pequeños” cambios que ha dado la sociedad, donde existen más proyectos y espacios para apoyar a las féminas víctimas de la violencia, que nacen incluso desde la Federación de Mujeres Cubanas, organización que busca desempeñar cada vez un rol más protagónico en la defensa de sus miembros.
Y sí, serán pequeños cambios mientras la violencia aún esté en las calles, mientras los pensamientos de la mayoría sigan siendo arcaicos y machistas, y las cargas estén indebidamente compartidas, siendo la mujer la que más peso lleve sobre sus hombros.
Sí se puede combatir la violencia de género, pero para ello se requiere cortar las espirales, negarles el ascenso, no permitir maltratos en escaladas. Cada mujer es valiosa y hermosa, porque no hay belleza como la que se lleva en el alma, en las acciones, en la grandeza con que se enfrentan los desafíos de la vida. Siempre recuerda: para que te quieran otros, empieza por quererte tú.