Los hijos de Esculapio

Los hijos de Esculapio

«¿Quieres ser médico, hijo mío?», escribe Esculapio sobre el pergamino amarillento. «Aspiración es ésta de un alma generosa», prosigue; «de un espíritu ávido de ciencia». De pronto, el cálamo con que demuestra sus grandes dotes caligráficos detiene su discurrir por los renglones del rollo. Piensa bien qué dirá a continuación: debe ser algo contundente, definitorio. Entonces escribe: «¿has pensado bien en lo que ha de ser tu vida?».

La verdad es que no, responde Yunior ante la pregunta de si ayer por fin pudo recogerle las medicinas a Lourdes, la vecina del frente. «Tu puerta quedará siempre abierta a todos», continúa Esculapio, y Yunior la despide con la promesa de que ese día sí se acordará de las medicinas. Es que es mucho lo que tengo arriba, imagínate, se disculpa mientras le dice adiós con la mano.

«Vendrán a turbar tu descanso, tus placeres, tu meditación; ya no tendrás horas que dedicar a la familia, a la amistad o al estudio». Yunior coloca la cafetera sobre el fogón y esta vez es Rolando, el abogado del bufete de la esquina, quien lo saluda desde la ventana que da a la acera y le recuerda que ese día su esposa va a llevar a la niña a la consulta, por lo del dolorcito en la cadera. Sí, sí, que vayan a eso de las 11 —«habrás de demostrar interés por los detalles más vulgares de su existencia»—; allí la esperaré con un chupa-chupa de uva, que sé que es su favorito.

Yunior se viste a toda prisa. El pantalón, la camisa, los zapatos, la bata. Guarda en la mochila sus instrumentos, más una mochita y un trócar de los que le mandó su hermana, por si acaso. «No podrás ir al teatro, ausentarte de la ciudad, ni estar enfermo». Hoy es el cumpleaños de Yunior, pero eso casi nadie lo sabe.

La parada está repleta. Yunior se desespera: son casi las ocho y su consulta empieza a las 8:30. «Eres activo, sabes lo que vale el tiempo». Valora la idea de coger un motor, pero lleva dos días haciéndolo y la gracia le está saliendo cara (nunca mejor dicho). Decide esperar. Una señora lo reconoce, se acerca y le saca conversación. Doctor… Fibromialgia… Desde hace años… ¡Y un reuma…! «Tendrás que aguantar relatos que arranquen del principio de los tiempos». Yunior presta toda la atención que le permiten las pocas horas de sueño, y la aconseja lo mejor que puede.

Llega una guagua. La señora es la primera en montarse; Yunior detrás de ella. La catarsis continúa: Al levantarme… Y de noche… Los huesos… ¡Ay…! «Habrás de ocultar a algunos la gravedad de su mal; a otros su insignificancia». Yunior sonríe, explica pausadamente, le recomienda algunos ejercicios. Son poco más de las nueve. Llega la hora de bajarse, y se despide de la desconocida. Porque, a todas estas, ella lo conoce de algún lado pero él no la recuerda en lo absoluto. A lo mejor del barrio, piensa mientras compra algunos chupa-chupas en la mipyme de la esquina.

La sala de espera está repleta, como siempre. Niños y padres lo siguen con la vista mientras avanza por el pasillo. Yunior alza la mano en un gesto leve, gira la llave en el picaporte y entra a la consulta ante miradas que denotan, en la mayoría de los casos, reproche ante la imperdonable tardanza. Se escucha un murmullo, y oye mencionar su nombre varias veces, con diferentes matices. «No cuentes con agradecimientos; cuando el enfermo sana la curación es debida a su robustez; si muere, tú eres el que lo ha matado».

Su mañana transcurre entre padres preocupados y niños que no colaboran. Yunior los atiende a todos con dulzura: ¿qué le duele al nené?; ven, que te has ganado un chupa-chupa. Papá le estrecha la mano con fuerza. Mamá introduce algo en uno de sus bolsillos: tome, un regalito. Él se niega a aceptarlo; ella insiste. «Cuanto más egoístas son los hombres, más solicitud exigen del médico; cuanto más codiciosos, más desinteresado ha de ser él».

Al final, Yunior cede. Para nadie es un secreto que con la medicina no alcanza; él mismo lo sabe desde antes de empezar la carrera. «No cuentes con que este oficio tan penoso te hará rico». Sin embargo, ahí está, trabajando el día de su cumpleaños, y al salir a almorzar lo intercepta una mamá, sobresaltada, preguntando por una mochita. Para mi hija que está en sala, doctor. Él no lo duda ni un instante, y le da la que guardó en su mochila por la mañana. «Te verás solo en tus tristezas, solo en tus estudios, solo en medio del egoísmo humano». Mire, tome también este trócar, por si acaso. Que Dios lo bendiga, doctor, y se va corriendo por donde mismo vino.

¡Las medicinas de Lourdes!, recuerda Yunior, y sale disparado en dirección a la farmacia. La cola le toma todo el mediodía; no le da tiempo a almorzar. Bueno, al menos resolvió lo que fue a hacer. Lourdes se va a poner muy contenta, su niño de verdad las necesita. «Únicamente la conciencia de aliviar males podrá sostenerte en tus fatigas». En la sala de espera todavía quedan pacientes. Yunior los atiende sin apuro, hasta que la última niñita sale por la puerta de la consulta. Solo entonces recoge sus cosas, y con todo y eso espera algunos minutos más, por si llega alguien.

Los hijos de Esculapio

«Piensa mientras estás a tiempo; pero si, indiferente a la fortuna, a los placeres de la juventud; si sabiendo que te verás solo entre las fieras humanas, tienes un alma bastante estoica para satisfacerse con el deber cumplido sin ilusiones…». Yunior regresa a su casa. Al llegar, el zumbido inexistente del lloviznao de la cocina lo estampa de cabeza contra la realidad. Feliz cumpleaños, dice para sus adentros, mientras echa los blísteres en una jabita y sale para casa de Lourdes. En efecto, ella se pone contentísima.

«Si te juzgas bien pagado con la dicha de una madre, con una cara que sonríe porque ya no padece, o con la paz de un moribundo a quien ocultas la llegada de la muerte; si ansías conocer al hombre, penetrar todo lo trágico de su destino… ¡hazte médico, hijo mío!». Esculapio escribe las últimas palabras, coloca el cálamo sobre la mesa y enrolla el pergamino.

Yunior no es su único hijo. Son muchos; millones, de hecho. Y, para colmo, todos cumplen años el mismo día. Lleguen a ellos hoy estas líneas; especialmente a aquellos que, como Yunior —como los cientos de Yunior que inundan nuestras calles—, comprueban a diario las advertencias de su padre y, con todo y eso, deciden vestir la bata blanca, llevar por si acaso el trócar y comprar el chupa-chupa en la mipyme de la esquina.

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Sobre el autor: Humberto Fuentes Rodríguez

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Matanzas en el año 2024. Egresado del Taller de Técnicas Narrativas del Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Jefe de la Sección de Literatura de la Asociación Hermanos Saíz en Matanzas. Escritor, fotógrafo, trovador y guionista.

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