Nostalgias de un mochilero: La mirada acechante de un gato tuerto. Fotos: Del autor
Por allá por el ya lejano 2014, mi mamá tras jubilarse decidió emprender una especie de viaje a la semilla. Postergado durante años, materializaría ese encuentro tan deseado con su tierra natal: Cienfuegos. Esa vez sería ella la que asumiría cierta pose de mochilera y yo quedaría, por primera vez, al frente de la casa.
Al principio me fascinó la experiencia de llevar las riendas y tomar las decisiones. El primer paso consistía en dominar el arte de la cocina. En esos trajines me encontraba cuando sentí que la soledad me invadía, y valoré la posibilidad de adquirir una mascota. Fue en esos días cuando empecé a notar, y luego constaté, la presencia inquietante de un felino singular.
Yo quería una mascota, pero a mí casi nunca me suceden cosas normales; quería un animal doméstico, es cierto, pero… “¡un gato tuerto, asereee!”, eso fue lo que pensé la primera vez que lo vi. No aspiraba a un perro de raza ni a un gato de angora, tampoco a un unicornio; aunque preferiría la gallina de los huevos, así pelaos, sin oro.
Una gallina que te obsequiara un huevo por la mañana y otro por la tarde sería un batazo, ¡dos “files” al mes!; también anhelaba un puerquito, vaya, si es genéticamente modificado mejor, que tú le arranques un pernil y le vuelva acrecer, esos son los deseos que le pediría al genio de la lámpara. Pero sin pedir nada ni salir a buscarlo, a mí lo que me tocó en la repartición de mascotas fue un gato tuerto.
Apareció un buen día cuando los frijoles expulsaban ese olor que inunda la casa anunciando que ya habían cuajado. Al principio, como si conmigo no fuera, yo quería una mascota, pero pequeña. Él, en cambio, hizo visitas cada vez más asiduas, no maullaba ni emitía sonido alguno, solo se echaba y permanecía en el patio extensos períodos de tiempo.
Se mantuvo así distante hasta el día en que le tiré un hueso de pollo —no hablaré de la dieta balanceada y esas cosas— y ocurrió el pacto, como en la obra El Principito, cuando se encuentra con la Zorra. Así nos fuimos domesticando y comenzamos a necesitar el uno del otro, nos encariñamos, o al menos eso creo yo.
Desde entonces, cada tarde sobre las seis yo miraba por la ventana mientras preparaba el sofrito. Justo a esa hora llegaba, como si tuviera un reloj en el estómago y el olfato de un sabueso. A esas características se sumaba la paciencia que nunca tuve, porque esperaba sin inmutarse tan siquiera, sin relamerse, nada, allí agachado, con su único ojo pendiente de mí.
En aquel instante no evoqué a Edgar Alan Poe y su relato El corazón delator, en eso pienso ahora, tampoco en el viejo refrán que asegura que existen quienes se sacan un ojo para ver a otro ciego; yo solo tenía la atención puesta en que no se me quemara la comida. Después de que terminaba el resto de las labores, era que le servía “alguito” en un plato viejo de la terraza que ya era suyo.
Mientras le veía comer, me daba por cavilar y me surgía compasión por aquel gato tuerto. “Los pobres, cómo la habrán pasado en el Período Especial, a lo mejor se comieron a algún familiar suyo”; “¿los gatos también extrañarán el pescado?, al menos nosotros nos zambullimos o tiramos un anzuelo, pero ellos le temen al agua”; todas esas ideas medio infantiles me venían a la cabeza.
Llegué a creer fervientemente que la falta de fósforo, es decir, la ausencia de pescado en su dieta, les ha llevado a tomar decisiones tontas, y que perdieron la astucia gatuna, ¡de todas las casas del barrio venir a buscar alimento a la casa del periodista! Esos pensamientos acudían a mí, continuamente.
Pero bueno, yo le dejaba “alguito” siempre, y sé que no era mucho, pero al menos podía saborear la sazón de un cocinero en ciernes que se empeñaba en aprender a cocinar.
Y le satisfacía, pues regresaba una y otra vez; era algo que me servía de aliciente, porque cuando la jugada se ponía apretada, cuando el horizonte se estrechaba, sobre todo en el instante en que te llevabas la última cucharada ala boca y te embargaba esa duda indecente de “¿qué haré mañana de comida?”, te asaltaba aquel sentimiento casi paternal y te lanzabas a ti mismo aquella frase de: “asere, déjale algo al gato, que siempre hay uno más jodío que tú”.