Siempre quedará el azul

Siempre quedará el azul. Fotos a color: Diana Puerto Salcedo/ Foto en blanco y negro: Cortesía de los egresados.
Siempre quedará el azul. Fotos a color: Diana Puerto Salcedo/ Foto en blanco y negro: Cortesía de los egresados.
“Y tienes que volver,
aunque sea con el pensamiento”.

Adrián Berazaín.


Todo comenzó en Jagüey, hace ya 50 años ―cin… cuen… ¡ta!, como el sonido de un globo que se desinfla y explota―. Eran los meses finales de 1974. Se usaban los pantalones campana, el pelo largo y las camisas con estampados floridos. Pero, claro, aquellos adolescentes que salían por primera vez de sus casas para becarse en un centro interno ―¡y no en cualquiera!: se trataba de «la vocacional», «la escuela de “los filtros”»― no poseían mucho margen al respecto, tomando en cuenta el uniforme que los acompañaría por los próximos… ¡seis años!

En un principio el término que se manejaba era ESVOC, pero los cambios llegarían paulatinamente: de sede, de nombre, de cantidad de cursos. Pasó el tiempo, y el 17 de octubre de 1977 nació definitivamente lo que se convertiría en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas matancero: la Carlos Marx, con ese artículo femenino que acompaña a todos los IPVCE de Cuba ―la Lenin, la Engels, la Maceo―. Femenino de madre, de primera novia, de Patria. Era la «casa y escuela nueva, / como cuna de nueva raza», diría el poeta.

El proyecto aún no estaba terminado. Faltaba el anfiteatro, que los fundadores recuerdan como “un hueco, así, bien hondo, donde luego se construyeron las gradas y el escenario”. Desde la inauguración del mismo, los grupos de duodécimo grado comenzaron a celebrar allí sus graduaciones, tradición que en algún punto dejó de realizarse. Se construyó el tabloncillo, dos piscinas ―una grande, casi olímpica, y otra más pequeña―, un cine/teatro. Otros proyectos, como el de los terrenos de pelota, jamás vieron la luz.

¿Qué decir de aquellos años iniciales? Rigor, adaptación, excelencia: palabras que abundan en voz de quienes los vivieron u observaron de cerca. Muchos recuerdan el “sapito”, extraña enfermedad que aquejaba a enfermos y sanos por igual: a los primeros, porque les inflamaba la barriga; a los segundos, porque en el comedor le daban una dieta especial a todo aquel que la tuviera. Otros aseguran que el problema con el agua viene desde entonces. “Si la Vocacional tuviera agua, no sería la Vocacional”, me dice un fundador. De hecho, donde se erigió el gigantesco busto de Carlos Marx, existía una pila donde los internos llenaban sus cubitos y porrones.

Era una escuela enorme. Cuatro unidades y aproximadamente 2 500 estudiantes divididos según la ciencia exacta por la que más se inclinaran: Matemática, Química, Física. Les decían “los vocacionales”, apodo que los acompañó durante varias generaciones. Y, hablando de generaciones, ¿cómo no mencionar las más conocidas? Sí, porque algunas tienen nombre y todo: Fin de Siglo (1996-1999), por ejemplo; o la Generación del Fin del Mundo (2009-2012), esta última más reciente ―y apocalíptica―.

Ser un “vocacional” era cuestión de orgullo. Al fin y al cabo, entre sus filas se encontraba el futuro del país que se soñaba entonces ―y ya no tanto―, porque, como cantó una vez Tony Ávila: «Ya lo dijo Federico / frente a la tumba de Marx: / no puedo filosofar / si no me alimento el pico. / No es pasar de pobre a rico / ni empobrecer la riqueza: / es poner sobre la mesa / el plato que necesito / […] / Que el hombre antes de hacer ciencia, / política o religión, / debe tener un sillón / para mecer su existencia». No hay mucho más que decir al respecto.

Luisa María González-Molleda, profesora fundadora, recuerda como si fuera hoy el día en que los restos del Che pasaron frente a la Vocacional. “Me impactó el silencio total […]. La caravana se alejaba y aun así no se movió un estudiante de su lugar. Hubo que decirles que había que regresar a las aulas”. Eran años duros; siempre lo han sido. Pero el estudiante de Vocacional ―o “ipeveciano”, como se le comenzó a conocer a partir del nuevo milenio― tiene algo diferente: un “no sé qué” que los une, aún en los momentos más complejos.

Imagínense tener que compartir un pepino de agua entre dos personas para poder bañarse antes de bajar a la recreación, o donarle tu natilla del almuerzo al amigo que no alcanzó desayuno y está “partío” del hambre. Son muchas las situaciones difíciles que se pueden presentar en una Vocacional: algunas, incluso, exigen la puesta en práctica de valores como la lealtad o la ayuda desinteresada ―poco comunes en muchos jóvenes, sin importar la época que les haya tocado vivir―. En el IPVCE se comparte el agua, la comida, ¡incluso la ropa!; se protege la coartada del compañero que se fugó y se discuten, a veces hasta las últimas consecuencias, aquellas medidas en las que haya prevalecido la injusticia. No solo subir lomas hermana hombres, como decía Martí: las becas también lo hacen.

En el año 2018 fue noticia que una pareja de egresados contrajo matrimonio en una de las fiestas colectivas que tienen lugar anualmente. ¡Ah, porque esa es la otra! Bajo lluvia, Sol, sereno, déficit de combustibles y “distorsión” de la economía, los egresados de la Carlos Marx se reúnen para volver a abrazarse, sonreír y hacer los mismos cuentos de siempre: el del internado que les hacía la vida un yogurt; el de la vez que “el dire” los cogió de atrás para alante cuando regresaban de darse un chapuzón y desde entonces comenzaron a decirles “Los del Río” ―«¡ehhh, Macarena!»―; o el origen del eslogan “Somos familia”, símbolo de las generaciones más recientes. Se reúnen todos: los de aquí y los de allá. Sí, porque en Miami también existe una fiesta de egresados. Al fin y al cabo, lo importante no es el destino, sino el viaje ―Kavafis dixit― y, en el caso de la Vocacional, aquellas personas que te acompañaron en una de las etapas más cruciales del mismo.

Quien haya pasado por la Carlos Marx sabe lo que es una verdadera rueda de casino ― “enchufle”, “setenta”, “recoge el quilo”, “satélite”― , el Festival de la Mariposa, las galas de aficionados, Gente con Swing, las escapadas al río, los torneos de pelota femenina, las visitas a la cueva, el caminito del Ecil, la leyenda de “La Pelirroja”, los operativos, en fin: todo un código interno que une a miles de personas a las que la vida ha llevado por diferentes senderos pero, donde quiera que se encuentren, sonreirán con nostalgia al ver una foto del “Titanic” o leer una publicación sobre las ocurrencias de tal o más cual profesor.

“La Gran Casa Azul” ―apelativo que nunca me ha gustado por culpa de un oso parlanchín que conversaba con la Luna y olisqueaba la pantalla del televisor Panda de mi niñez― ha visto transitar por sus pasillos todo tipo de personajes: científicos que trabajan en la cura del VIH, cirujanos de renombre, innovadores de la ANIR, mipymeros, influencers, diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular, repartidores del Cargue, trovadores. Sin embargo, todos en su momento fueron “el rubio del 10-5”, “la que marcha en los matutinos”, “al que siempre regañan por el pelado”, “el presidente de la FEEM”. Todos vistieron el mismo uniforme, comieron picadillo los lunes y colocaron en sus hombros el monograma rojo que los identificaba como “el futuro de hombres y mujeres de ciencia” que necesitaba ―que necesita― el país.

50 años ―o 47, depende de cómo lo mires― es mucho tiempo y todo, absolutamente todo lo que comienza, inevitablemente, tendrá no uno sino muchos finales: pequeños pedazos de historia que van quedando en el camino. Un alto por ciento de la estructura original del IPVCE se encuentra en desuso, y son muy pocas las posibilidades de recuperación. Las dos piscinas, el tabloncillo y el cine/teatro ya no cumplen función alguna: su estado constructivo no se los permite. No existen razones para culpar a alguien en específico; además, no han faltado los directivos, profesores, estudiantes y egresados que hayan hecho todo lo posible “por salvarlo todo”, como la canción de Nelson Valdés.

Pero no solo las pérdidas materiales afectan a la Vocacional. Sus pizarras, por ejemplo, extrañan como nadie la tiza del profe Pedro dibujando ecuaciones y parábolas. En sus pasillos, bulliciosos la mayor parte del tiempo, se echa en falta un sonido minúsculo: el tintinear de las llaves de Mora, bicicleta en mano y con ropa deportiva. Desde el 6 de septiembre de 2018, la palabra «Albertico» se observa en cuanta pared graffiteada encontremos a nuestro paso. Cuentan que el profe Guillén, famoso por vestirse de traje en los días de examen difícil, nunca estuvo tan elegante como la mañana en que su ataúd, custodiado por sus alumnos, atravesó el cementerio. 

Todo comenzó en Jagüey, hace ya 50 años, y desde entonces ha tenido un montón de finales; mas ninguno de ellos definitivo: son muchos los que aman, los que luchan, los que sienten cada escombro, ruina o pared descascarada como un puñal en sus costillas. No basta con recordar el comienzo. Puede que no cesen los finales. Solo hay algo seguro; y es que siempre, siempre quedará el azul.

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Sobre el autor: Humberto Fuentes Rodríguez

Licenciado en Periodismo por la Universidad de Matanzas en el año 2024. Egresado del Taller de Técnicas Narrativas del Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Jefe de la Sección de Literatura de la Asociación Hermanos Saíz en Matanzas. Escritor, fotógrafo, trovador y guionista.

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