La soledad del corredor sin fondo

La soledad del corredor sin fondo. (Foto: Julio César García)

Alguna que otra vez le he visto, concentrado en lo suyo, apisonando la huella de sus gastados tenis sobre la pista. Siempre cambia de aspecto, de peso, de persona, pero en el fondo es la misma especie que lucha por mantenerse a flote cuando cae el sol.

El corredor solitario del René Fraga es muchos a la vez, y su familia biológica también comprende al jugador de cancha en el mismo parque, al maratonista del malecón o al nadador de cualquier zona de la bahía. Seres que se reencuentran consigo mismos a la anochecida, sin más compañía que la del deporte.

Un deporte tan egoísta que no precise de segundos al lado, charlando entre jadeos y llenando con sus problemas el reducido espacio de la libertad. Solo el gran círculo de tierra, un alto muro, una acera interminable o el roce matancero con el mar, alcanzan para abstraer al que hace uso de ellos en el horario menos concurrido.

Varios patrones similares definen a esta especie no reconocida de atleta matancero: se levanta temprano, trabaja hasta tarde, alimenta a una familia y, antes de reiniciar el ciclo, se impone sudar un poco las ropas de horario crepuscular. Por su bien físico, mental, espiritual y demás justificaciones de por qué es tan necesario olvidarlo todo y por un rato huir, simplemente huir, cuerpo avante.

Si en algo se diferencia del que sale a jugar básquet, fútbol, o del que va a tonificarse con hierros a cualquier gimnasio, es que prefiere la multitud de uno solo. Tantas han sido las reuniones, tan inclemente el papeleo, tan inminente se presenta la próxima discusión marital, que la excusa menos evidente y la droga menos dañina tiene el salvoconducto del ejercicio interior.

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Es tan perfecta solución a sus preocupaciones como conveniente ejemplo para los niños, que hasta ellos lo entienden y admiran desde su escasísima trayectoria por la vida. Quizás en un futuro, cuando ni siquiera estos se acuerden, la imagen implícita de papá cambiándose y saliendo a la hora de la comida sea lo que les motive a ejercitarse como sea.

Él no hace carreras de fondo: corre para huir del fondo, del abismo que aguarda al final del día. Su trabajo, o sus trabajos, el cargo que ocupa, el regaño que aguantó del jefe, la salud cada vez peor de sus viejos, el gasto en la camioneta de vuelta a casa, la calvicie cada vez menos disimulable, el desgaste en cualquier forma, han amenazado con dejarlo ahí, sepultado bajo toneladas de ansiedad sin aparente solución.

Pero como el latido de las sienes atormentadas duele menos con el roce del aire fresco, más en los días donde una lluvia decente ha dejado el sagrado perfume de un ambiente renovado, lanzarse a la intemperie es la alternativa de convertir al derrotado en triunfador. A esa hora, los gigantes a lo lejos se empiezan a convertir en meros molinos.

Levantando nubes de polvo, resintiéndose la muñeca a raquetazos, escupiendo agua salada en su nado, esta especie indefinible se desembaraza de sus turbaciones como nadie. Para ello basta una inacabable vuelta a la pista, un último pelotazo contra el muro, un par de cientos de metros más hasta el Viaducto, una brazada definitiva hasta la orilla donde todo vuelve a empezar. (Foto: Julio César García)

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