Nostalgias de un mochilero: El último viaje de Alexander 

Alexander se trepaba a su bicicleta cada mañana, religiosamente. Así lo hizo durante años, sin importar el clima o sus padecimientos. La única vez que no pudo sostener el timón fue el día de su muerte, que no le sorprendió por inminente, a la temprana edad de 44 años. 

Todos aguardaban el desenlace fatal ante el avance irremediable de su enfermedad, todos menos él, porque a pesar del agresivo tratamiento oncológico que estremecía su cuerpo, lograba tomar la bicicleta y colocar varias ristras de ajo sobre el timón para recorrer su poblado rural con el fin de venderlas.

Nadie sabe a ciencia cierta cómo comercializaba aquel producto que apenas alcanzaba a anunciar cuando comenzaron a fallarle sus cuerdas vocales.

Quizás el secreto de sus buenas ventas respondía a esas características de ciertos asentamientos rurales donde se visualiza a los lugareños desde que aparecen en el otro extremo del pueblo, o tal vez porque todos conocían de esa férrea voluntad suya que no le impedía pedalear varios kilómetros al día.

A estas alturas, muchos se preguntan cómo Alexander vendió ajos hasta el penúltimo día de su existencia. De dónde sacaba las fuerzas cuando se hacía más visible el deterioro de su salud. «¡El amor!», responderán los más cercanos, porque para él nada resultaba más apremiante que dejarle alguna estabilidad económica a su señora Lela.

Y fue ese sentimiento el que le insufló la energía necesaria para llegar a los puntos más distantes del pueblo, para regresar, en las tardes, con lo recaudado y depositarlo en las manos de su esposa amada.

Nadie pone en dudas tampoco que fue el cuidado y la pasión de Lela lo que le extendió la vida, cuando otros con una patología similar apenas lograrían incorporarse de una cama. 

Mientras muchos no entendían esa constancia a pesar del dolor, Alexander batalló hasta el final, sin apelar nunca a la compasión de los demás. Se trataba de un guerrero que, consciente de su herida mortal, marcharía a la batalla mientras el cuerpo resistiera. 

Solo una vez la bicicleta no se movió de aquel rincón del patio, y las ristras de ajo quedaron colgadas en la columna de la terraza. Y fue el día en que todo el pueblo comprendió que Alexander ya había emprendido el último viaje, desde donde no regresaría en busca del cariño de Lela.


Lea también

Crónica citadina: Palabrotas... ¡a pululu!

Crónica citadina: Palabrotas… ¡a pululu!

Redacción Periódico Girón – Palabrotas… ¡a pululu!, es la nueva crónica citadina que le proponemos esta semana. LEER MÁS »


Recomendado para usted

Foto del avatar

Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *