A un flash de El Kilómetro. Fotos: Raúl Navarro González
Si a ojos de nuestros mapas este barrio posee un privilegio, es su posición. Desde él se ve Matanzas, sin que Matanzas lo vea. Es el equivalente a la gente que pasa desapercibida, pese al lado interesante que pueda tener por mostrar.
Así transcurren sus días, con discreción, en lo que canto sobre canto van poblándolo de viviendas. Poco a poco se va disimulando más, pero aún conserva ese aspecto de asentamiento pionero en desarrollo constante. Sus nativos son a la vez sus colonos, y se les ve el arraigo hasta en un simple saludo.
Mientras los escaladores del Everest generan aclamación y estadísticas cada vez que alcanzan la cima, día a día los habitantes de El Kilómetro llegan a sus casas sin nada de eso, tras haber subido la loma que los distancia de la baja Matanzas. Solo por sobrevivir a la ascensión lo merecerían, no digamos si a la faena se suma un sol castigador.
A pesar de lo vertical del acceso, aquí arriba la vida se distribuye en horizontal. No todas las fachadas lo exhiben con igual lujo, pero en la historia de cada casa hay tanto billete empleado, y tantas subidas con herramientas y materiales de albañilería, y lucha por que el agua llegue a las llaves, que el sacrificio parece común a las puertas del sector entero.
Ese suelo pedregoso, cuando no polvoriento o directamente enfangado, tiene récord de provocar tardanzas en el trabajo. Un amigo tenía que cambiarse el calzado casi siempre que salía de su casa en las mañanas, y perdía la guagua por no saber vadear los espacios secos y despejados. Hoy, cuando ya no vive allí alquilado, extraña el olor de esa tierra mojada.
No es que vivir en El Kilómetro equivalga a conocerse y quererse en comunión masiva, ya que hay bastantes bifurcaciones y pobladores como en todas partes, pero sí a brindarse ayuda con la facilidad de un “Buenos días, vecina”, a la hospitalidad más desinteresada, a dejar a tu hijo correr y jugar con otros en un sitio que parece idóneo para eso.
Sudar hasta lo imposible sin importar el camino que cojas, oler una caldosa dos o tres casas más allá, escuchar en esta esquina un toque de santos y en la otra una canción cristiana, batear duro y perder la pelota en la maleza, comerte un plato de almuerzo sentado en el portal de tu tío, temblar ante los chillidos de un puerco a punto de ser acuchillado, echar de menos algún día el impacto del sol de altura y el frío en las noches de enero… Todo eso te puede haber pasado si has vivido o visitado el lugar.
Aquí arriba no adoptas sentido de pertenencia. Él te adopta a ti.