También en mi infancia tuve las inquietudes de los pequeños del icónico Cuando te vi, de Frank Delgado: “me perdí en los intelectuales laberintos de los sexos diferentes; creí en los dientes bajo la almohada que cierto ratón recogía y transformaba en regalo; y escribí más de una vez la carta a Santa Claus en espera de la recompensa por ser “niña buena”, una tradición que importamos de Holanda.
Nunca disfruté tanto danzar bajo la lluvia del primer aguacero de mayo como en aquel entonces, en el que descubrí, además, sombras con formas a la luz de una vela.
Con dulce ingenuidad los niños pintan sueños y traspasan las almas de quienes les rodean. Son espíritus libres que el amor moldea como las manos transmutan al barro.
Aún cuando nos pasamos la infancia queriendo crecer, pidiendo que los años corran veloces para gozar de los privilegios de la adultez: de visitar amigos sin necesidad de permisos, cortar y pintar cabellos, usar trajes de 15, salir de noche y ser timonel de nuestra propia nave; no hay etapa más bella que esa en la que el mundo se torna en colores.
Pero no es solo un período de ensueño, la niñez es la etapa donde además de letras y números se memorizan normas y principios, se forman valores, se forjan los cimientos del mañana.
Más allá de antojos y consentimientos, de muy chica aprendí a valorar lo poco o mucho que tenía, como aquellos pequeñísimos zapatos de barbie que cada noche guardaba en una polvera junto a la cama para que no se perdieran, porque eran los únicos. De responsabilidades comprendí con libretas, tareas y alarmas que acortaban el dormir y extendían el saber. La cocina siempre fue mía para limpiar, aún cuando después de hacerlo un duende, a escondidas, perfeccionara la obra defectuosa.
Mi infancia no fue perfecta, pero sí sana. Tuvo carencias económicas, también apagones y nadita de tecnología, pero le sobraron afectos y aprendizajes que llegaban de la escuela, el vecindario, el hogar…
No conocí de virtualidad, pero vi nacer papalotes de una hoja de papel, rescaté bolas perdidas en el fango, creé muñecos con cáscaras de huevo y tuve un millón de amigos de los de verdad, de esos de carne y hueso con los que quedarte inmóvil, como la “casita de Martí”, y a los que descubrir ocultos tras un poste.
Que nadie dude que se trata de la etapa más bella, a la que nada ni nadie tiene el derecho de dañar o apañar.
Y pueden transcurrir los años que sean, que siempre quedarán en nuestros adentros los retazos y fragmentos de aquel niño que una vez fuimos. Lo ideal es mantenerlo vital para que no pare de soñar, de ver y disfrutar del mundo a color.