Nostalgias de un mochilero: Playa Jibacoa. Fotos: Del autor
Por mi afición a viajar y dejar constancia en una fotografía del sitio visitado, puedo escribir del raro privilegio de conservar en fotos estructuras y lugares que ya no existen.
Uno decide fotografiar cierto espacio porque el aventurero espera contar en algún momento las peripecias durante el trayecto, y nada mejor que tener constancia gráfica del momento.
Pero como bien atestigua la vieja canción popularizada por La negra Mercedes Sosa, si cambia el sentido del caminante, cómo no ha de cambiar la fisonomía de aquellos parajes fascinantes bajo la fuerza descomunal de la naturaleza.
Por ello, quizá, conserve aquellas imágenes que conseguí una tarde de oleaje en la Playa Jibacoa, luego de años de añoranzas por llegarme hasta aquel lugar.
Durante mis continuos viajes a La Habana, siempre me aseguraba a manera de promesa postergada que un buen día me detendría a orillas de la carretera y caminaría por aquellas arenas para acceder al viejo muelle que, aunque maltrecho por los embates del oleaje, se sostenía en pie sobre los pilotes de concreto.
Solo cuando tuve de compañero a un entusiasta de la aventura como yo, me convidó a concretar el empeño y juntos descendimos por un sinuoso trillo hasta alcanzar una tupida colonia de uvas caletas. Bajo su frondosidad corría un río incipiente que se abría paso entre la arena un una corriente débil, como si desfalleciera al adentrarse en la olas de la orilla.
Con ímpetu juvenil logré subir al muelle, que ya había perdido una porción de la estructura por la fuerza desmesurada del mar. Justo en ese instante sentí el sabor de la victoria al cumplir un viejo anhelo, a lo mejor intrascendente para algunos, mas, no para un mochilero capaz de disfrutar como pocos el arribo al destino largamente añorado.
Durante largo tiempo conservé las fotos como trofeo de guerra. Muchos años después, al pasar por el sitio, descubrí que del viejo muelle no había nada. Algún ciclón tropical se ensañó de tal forma que solo resistieron pequeños pedazos de concreto desperdigados en el fondo del mar.
Curiosamente, de la armazón quedaron los fragmentos dispuestos de tal forma que da la impresión de que se trata del esqueleto del muelle, como si pretendiera advertirnos que por más que el hombre intente edificar sus obras, la naturaleza siempre llevará la voz cantante y determinará qué permanecerá y qué no.
Por suerte, existen seres inquietos que intentan desafiar al tiempo y la desmemoria con una cámara fotográfica y su afición a viajar, para recordarnos que hay lugares que nunca desaparecerán del todo, por más fuerte que batan las olas.