Cuentan que Mr. Irenee Dupont solía dar de comer de su mano a iguanas amaestradas en Xanadú, su residencia temporal en la península de Hicacos. Gustaba de la excentricidad, de una extraña forma de glamour, y quizá también de verse rodeado por criaturas extrañas.
En los años 50, una estrella de Hollywood era una especie exótica por donde quiera que anduviese. Por ello, no resulta insólito que el principal propietario de Varadero (sus terrenos abarcaban más de medio millar de hectáreas) disfrutase la compañía de astros como Cary Grant, Esther Williams o Ava Gardner.
Hace poco encontré esta relación de nombres en distintas bibliografías, sin mayor dato que su presencia esporádica en la mansión de Dupont a lo largo de los años 50. Desconociendo por falta de datos a mi alcance las fechas precisas en que cada uno visitó el lugar, mi curiosidad disipa la nebulosa de fuentes escasas e incita a la imaginación.
Más allá de acertar en el qué harían o por qué allí irían, que en materia de respuestas puede limitarse a vacaciones o puro turismo cosmopolita, me asombra la adecuación de cada uno de esos tres al Xanadú de Hicacos y su mística.
Por ejemplo, no me cuesta concebir a Cary Grant de esmoquin, copa en mano, paseándose con su desarmante soltura sobre los mármoles y maderas preciosas de Santiago de Cuba que edificaban la mansión, desempeñando un rol policial similar al de Encadenados (1946, Alfred Hitchcock), donde investigaba de encubierto a nazis en un contexto aristocrático y tropical.
Dupont, tiempo atrás, había simpatizado con el fascismo y el Führer. Sumémosle a ello sus costumbres de alimentar reptiles como a mascotas convencionales y de ataviar a sus invitados en fiestas con botas, capas y demás atavíos raros que se le ocurrieran: el resultado es un candidato perfecto a integrar las filas de villanos estereotipados, en cualquier época.
A su vez, adivinar qué actividad centraría el tiempo de la Williams toma poco tiempo. Uno podría equivocarse, pero difícilmente la nadadora por excelencia de Hollywood, la maestra genuina de toda “escuela de sirenas”, se resistiría a aventurarse Caribe adentro con la misma gracia que en una piscina de la Metro-Goldwyn-Mayer.
Toda irrupción en el monumental balneario sería, para una ondina de su talla, una oportunidad única de tensar brazos y piernas en su medio natural, bajo el plus del sol en esa latitud. A un cubano podría quemarlo; a ella solo le “ahorraría maquillaje”, dependiendo de la próxima escena prevista en el calendario.
¿Y qué decir de Ava? ¿Lo del “animal más bello del mundo”, esa frase que ella odiaba de su cercano Sinatra, no surgiría tras un encuadre suyo sobre los riscos, en primer plano con el mar al fondo? ¿Sería en realidad dicha no por el divo, sino por el millonario Mr. Irenee, impúdico desde la distancia?
En cualquier caso, esa imaginada imagen es la que elijo de la protagonista de Mogambo y La condesa descalza durante su mal documentada estancia, por lo etérea que se me hace una actriz en silencio, con la cabellera negra mecida al viento a espaldas de una edificación digna de los mejores decorados de una superproducción.
Si bien aplico la máxima cinematográfica de “imprimir la leyenda” cuando esta supera a la realidad, como decían los periodistas en un viejo western, en un futuro no muy lejano espero dar con la pista de esas estrellas que el tiempo se llevó, intermitentemente, de mi tierra. Quizá lo logre, quién sabe.
Todo es posible en un intento de paraíso, no por terrenal poco opulento, regido por un amo de dólares y hectáreas e iguanas: Xanadú.
Nota: Esta recreación en la historia no hubiera sido posible sin el libro Varadero: De caserío a centro turístico de relevancia nacional e internacional (1883-1958), de los autores Ernesto Álvarez Blanco y Teresa Iglesias Oduardo.
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