Quizá no se reconozca lo suficiente el papel y aporte de los estibadores del puerto en la conformación de ese rasgo identitario que un buen día comenzamos a llamar matanceridad.
Junto al auge económico del siglo XIX se necesitaban brazos que colocaran el azúcar en la bodegas de los barcos que anclaban, a orillas del San Juan primero, en la bahía matancera, después.
En sus escasos ratos de ocio empezaron a repiquetear las cajas con su manos encallecidas, marcando el inicio de ritmos autóctonos como la rumba, el guaguancó y la columbia.
Muchos de estos obreros participaron activamente en los diferentes procesos de lucha que contribuyeron a nuestra independencia. Incluso, recoge la historia que el primer envío de armas a África como parte de la Operación Carlota, contó con la participación decisiva de los estibadores del puerto, ante la necesidad de mantener en secreto aquella acción que contribuiría a la eliminación del Apartheid.
De tal estirpe descienden los hombres que bajo el sol descargan más de 2 000 sacos de arroz en tres horas. En total anonimato laboran sin descanso, superando en ocasiones las 100 libras de peso sobre sus hombros, sin inmutarse apenas.
Algunos afirman que sí, que con los años tanto esfuerzo debilita al organismos y los huesos se resienten; mas, por lo pronto, realizan la faena con movimientos ágiles, como si dominaran de memoria cómo sostener el saco para que pese menos y no provoque una lesión en la columna.
En breve tiempo, las dos casillas de ferrocarril quedarán vacías y los estibadores regresarán a sus casas, atentos a un nuevo llamado para retomar el arduo trabajo de estibar la carga, como han hecho a lo largo de los siglos.