La segunda mitad de la noche

A la madrugada le debo muchas de mis decisiones más lúcidas, mis lecturas más gozosas y pensamientos más sinceros. Soy fan absoluto de esa segunda mitad de la noche que, de las 12:00 a. m. hasta la vuelta del sol, arropa al durmiente y reta al desvelado con soberana imparcialidad.

Cuando eres niño, cruzar la barrera crepuscular de La Calabacita es el primero de tus actos heroicos en la vida. La de la telenovela, si tienes suerte, toda una osadía. Por tanto, mis primeras rondas por los inexplorados espacio y tiempo de mi hogar en máxima quietud fueron totalmente furtivas, amenazadas casi siempre por el delator volumen de la televisión encendida para mi placer unipersonal.

Con los años pierdes el miedo al regaño y hasta adviertes como pregón que esa noche hay que permitirte la vigilia, solo porque vas a jugar con los amigos hasta más tarde que de costumbre o anunciaron una película que llevas esperando demasiado tiempo. Claro, esto se entiende mejor si nos remontamos a los tiempos menos informatizados, sin cargue ni celular, cuando apenas brotaba la señal de Multivisión y en la tranquilidad de una sala inhabitada se conocía mejor el universo retransmitido.

En tus inicios como noctámbulo, si tu familia es funcional y preocupada, siempre se impondrá un elemento desafiante: tus resultados académicos. La presión por no descuidarlos se traduce en ocho horas pegado al colchón o más, como debe ser, y no en esas pocas de menos que en realidad dedicas a la inmovilidad. Es entonces la oportunidad idónea de medir tu resistencia para aunar aptitudes y caprichos en la vida diaria, más allá de las fronteras de tu introspección, y a qué división del noctambulismo acabarás perteneciendo.

Podemos ocupar dos: la que presta atención al Sabina de Los perros del amanecer y la que vive, protagoniza, sin tiempo para escuchar, Los perros del amanecer. Boleros y cánticos para llenarlo hay de sobra, pero pocas canciones en nuestra lengua definen tan bien ese horario: “… duerme el centinela en la garita, y sueña con la gloria el mal actor, y deshoja el deseo su margarita…”. Yo pertenezco más a la primera que a la segunda, si bien he sido testigo muchas veces de las dentelladas a las que el cantor se refiere.

No todos precisamos de un apagón para permanecer despiertos durante las altas horas, ni ignoramos las consecuencias de podar el descanso, ni somos necesariamente desocupados solo por bullir de energía cuando la gran masa se mece en brazos de Morfeo. Al despuntar el alba también tenemos un pan que ganarnos, bajo los horarios más o menos rígidos que nos dictan a todos el sustento, y somos susceptibles de alguna que otra jaqueca cuando exageramos en la vigilia.

Sin embargo, el biorritmo de cada cual se ajusta a sus necesidades, así sea sentirse la estrella de un late show sin más público que el propio reflejo en contados rincones. Curioso es que la idea de trabajar como custodios nos suele asaltar cada vez que constatamos esa capacidad de resistencia innata, pero el devaneo de sesos en busca de una merienda a deshoras nos hace desecharla de tan ansiosos que removemos la cocina.

Pese al grado de intimidad con que te autoriza a penetrar en cualquier audiovisual, a mecerte al son de cualquier melodía, a inventarte cualquier historia y creerte el próximo premio Nobel por una noche, no todo lo asociado a la madrugada es estimulante y divertido. También es propicia para el recuerdo de tantas cosas y la catarsis de tanto demonio interno al rojo vivo… Siempre hay, mínimo, alguna frustración aflorando cuando empatas la noche con el día.

Algunos la viven mejor en soledad, incluso cuando un cuerpo aletargado les aguarda mientras demoran su incorporación al lecho, aunque este también puede desprender una frialdad que me recuerda al sabinero verso: “… cuando las almohadas son de hielo…”. Otros, en cambio, son alérgicos a la ausencia y su exposición a la misma les produce comezón, la suficiente como para no conciliar el sueño ni a la fuerza.

He llegado a la conclusión de que, como el sexo, como Mozart, como Hollywood, la madrugada es un lenguaje universal y adictivo en sí mismo, capaz de llegar a cada individuo por una u otra vía. Los hay que, de entrada, no pueden reunir las energías requeridas para siquiera intentar sumarse a su transcurso, pues las empeñan de sol a sol; y también los que solo de luna a luna se creen capaces de encontrar lo más parecido a sí mismos: una cartelera sin rumbo, un recuerdo, una lágrima, una sonrisa, esta crónica…

(Foto: Raúl Navarro)

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