La laguna de las aguas prohibidas

Es la laguna de oxidación, si a cualquier vecino de El Naranjal le preguntan cómo llamarla, pero de más está decir que los que nos oxidamos somos nosotros.

Es la laguna de oxidación, si a cualquier vecino de El Naranjal le preguntan cómo llamarla, pero de más está decir que los que nos oxidamos somos nosotros. El niño “naranjalero” es esa especie que nace, crece y juega junto a esas aguas prohibidas en las que teme caer, y luego prosigue su ciclo vital de una forma u otra; pero ella sigue igual.

Fotos: Raúl Navarro

Si bien no se agita por nada, desde que tengo memoria no ha dejado de alimentar la curiosidad y el resquemor de generaciones enteras. Entre la población infantil del barrio a cuyas espaldas existe, abundan más las pesadillas sobre zambullirse allí que las del hombre del saco. Quizá porque, pese a toda la putrefacción que acoge en su calmo seno y el remoto tiempo que lleva haciéndolo, reluce como un metal recién forjado aunque a veces desprenda olor a otras materias.

Desde lo alto de las lomas circundantes engaña al que la desconoce, hasta lo seduce e invita a recorrer el único trecho transitable que conduce a su silueta. Sin embargo, basta con llegar a sus bordes para frenar cualquier impulso de chapuzón, puesto que la recompensa puede ser una infección tan incurable como un mal de amores.

Un experto no dudaría en compararla con la femme fatale clásica, esa que a lo lejos brilla con fulgurante esplendor bajo los rayos del sol, pero te decepciona después de haberte atraído y mostrado, en la distancia corta, toda la turbiedad que acumula dentro. La suciedad de otros, para frustración tuya. Eso sí, siempre queda la belleza en compensación.

¿Cómo un lugar tan pútrido y apartado puede ser el núcleo de tanta belleza? ¿Qué encanto consigue tener ese paraje reservado para cuadrúpedos que pastan o pescadores de tilapias? ¿Cómo se puede respirar, fetideces ocasionales aparte, tanta vida a su alrededor?

Bueno, no solo a su alrededor: las aves tienen el privilegio que escapa al fotógrafo y al cronista de a pie, en sobrevuelo constante sobre los secretos que oculta la superficie. Dame un dron y te haré creer que ves un par de Grandes Lagos desde la perspectiva de Dios; si ese día está limpia, no notarás la diferencia.

Su perímetro ha sido escenario de superación constante desde que la primera persona obesa de las cercanías se propuso rondarlo al trote. A la amplitud de la improvisada pista se deben muchas satisfacciones frente al espejo y cinturas reducidas a lo largo de los años, siempre cuidando de no rebasar el anochecer en el afán de correr una vuelta más.

En sembradíos de arroz próximos, más de una vez han quedado atrapados cuerpos a la altura de la cintura y han vociferado las gargantas en la soledad del lodazal. Puede que pase por allí un cochero en busca de yerba o algún otro agricultor de supervivencia, pero lo más conveniente es preservar el cuidado y comprobar dónde se pisa, porque en pleno manglar la muerte es más plausible que una infección dentro de la laguna.

Asimismo, divisar el resplandor de mediodía sobre las perezosas corrientes era la recompensa color de plata que me aguardaba al fugarme de la secundaria cercana, en esas tardes sin clases de las que no te librabas porque tocaba la asignatura «Muermo» y, desesperados, los tres o cuatro de siempre preferíamos jugarnos la pulcritud del expediente con una inocente escapadita a la libertad. Para ellos, la laguna era un simple atajo a través de una finca; para mí, era la verdadera meta tras la adrenalina.

Un manantial la circunda, con una chancleta mía al fondo desde 2010 por lo menos… A estas alturas, la reliquia desprendida de mi pie atrapado en el fango debe haber adquirido algún valor arqueológico. Y eso me reconforta porque, antes que el regaño que me llevé al volver a casa, hubiera preferido mil veces tirarme de clavado entre los verdores e inmundicias del lago para no sacar la cabeza jamás. Seguro encontraba un machete oxidado al fondo y resurgía como Jason, el de Viernes 13.

Me contaba alguien del barrio, algunos años mayor que yo, que en su niñez era habitual armar entre varios una balsita de poliespuma y surcar ambas divisiones con temeridad absoluta. Hay que ver por lo que da cuando se es joven en grupo y no hay nada que hacer a la orilla de un sitio así, pues no hay fútbol ni béisbol que valgan en tan estrecho espacio de tierra firme, bajo la amenaza de perder la pelota en las profundidades.

Quién sabe, por cierto, si algún épico jonrón desde el Victoria de Girón ha acabado ahí. Algo sí sé: en cualquier parte de El Naranjal podrá escucharse el fragor de un juego en el estadio como si ocurriese justo al lado de tu casa, pero nunca como en ese enclave llano. El estruendo de voces y cornetas se abalanza sobre ti como si arrasara con el pantano, y te sientes apoteósico en tu destierro mientras el eco colectivo eriza tu piel.

Los estadios de pelota y los milagros que se escuchan como un ¡crack!

El sol espanta el frío al amanecer, la suciedad emerge y se sumerge según caprichos de las aguas, la tilapia brega antes de ser atrapada por el hombre (para alimentar cerdos u otros hombres), la garza le huye al fotógrafo persistente, el jején te expulsa al caer la noche, la madrugada transcurre en el perpetuo misterio… Así es el día a día de este punto de encuentro para “naranjaleros” de múltiples épocas.

Bueno, bordeando la laguna de oxidación o estático junto a ella, más de una vez mi tristeza ha pasado de lo oscuro a lo resplandeciente. A la velocidad del vuelo de la garza sobre la superficie. Con la hondura de una chancleta perdida en el fango y en el tiempo.

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