Cira, la cenaguera, era en 1961 una joven embarazada que vivía en uno de los puntos por donde primero desembarcaron los mercenarios aquel 17 de abril. El Periódico Girón vuelve a publicar este estremecedor testimonio cuando toda Cuba recuerda el inicio de la invasión a Playa Girón.
Absorta en la contemplación de unas ruinas que se adentran en las aguas de Playa Girón, Cira Pérez González examina los detalles del paisaje con rostro marcial, un tanto severo. A veces desliza sus manos por la cabeza y se frota los ojos con los dedos, como si algo la agobiara. Tras un breve rato en el sitio, la brisa cargada de salitre se mezcla con un olor a pólvora que se desprende de lo más remoto de sus recuerdos. “Es que la pólvora es como el cloro, jamás se le quita a uno de la nariz”.
Los restos que absorben la atención de esta anciana pertenecieron décadas atrás al bar de Blanco, uno de los puntos por donde primero desembarcaron los integrantes de las brigadas 2506 en abril de 1961.
En ese entonces Cira vivía justo detrás del bar, emplazado en esta angosta vertiente de la bahía que daba comienzo a un caserío raquítico y perdido en una región cubierta de espesos manglares.
Ahora, mientras más se aproxima al lugar, confiesa que ya no suele regresar aquí, que desde hace mucho tiempo procura olvidarlo todo. Las imágenes de la invasión le llenan la cabeza de latidos, comienzan las sudoraciones y reaparecen, con insólita nitidez, la carretera cubierta de polvo, los huecos en las cunetas, los árboles disecados, las manchas de sangre sobre la tierra. Y escucha voces, reclamos imposibles de acallar…
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— ¡Arriba, muévete! —le gritó su esposo aquella madrugada, mientras se abotonaba la camisa tan rápido como podía.
— ¿Pero yo qué hago?
— Pues ponte un pantalón y ropa fuerte, que esto es una invasión.
— ¿Una qué? —preguntó Cira.
— Obedece y cállate, tenemos que largarnos de aquí.
El 17 de abril de 1961 Cira tenía 15 años y sobrellevaba su primer embarazo. Para muchos cenagueros la idea de la guerra no representaba siquiera una posibilidad lejana, por lo que la muchacha ignoraba que aquellas luces, discontinuas y distantes a mitad de la noche, se convertían en el presagio de una larga carrera por su vida.
Sin embargo, acató las órdenes en silencio y en solo minutos ya estaba lista para abandonar la casa. Antes de salir, para mayor seguridad, cerró el escaparate con un candado y se echó la llave en el bolsillo del pantalón, “así no me roban la canastilla”, se dijo y corrió hacia su esposo; solo que a pesar de la prisa, ya toda la zona se encontraba rodeada de militares, armamentos y cajas de balas. Apenas avanzaron unos pasos, los hicieron prisioneros y convirtieron su casa en una especie de campamento militar, donde almacenaron los suministros que recibían de las lanchas y barcazas.
La pareja fue trasladada hasta los bajos de un enorme almendro en el que también retenían a otros habitantes de la comunidad. Allí permanecieron varias horas, hasta que la aviación cubana impactó a uno de los barcos norteamericanos y el fuego del navío obligó a los mercenarios a lanzarse al agua y nadar despavoridos, “como una corriente de algas carmelitosas que arrastraba la marea hasta la orilla”.
— ¡Me cago en todos los hijoeputas comunistas estos! —escuchó Cira al lamentarse uno de los mercenarios, fuera de control.
— Bueno jefe, nos mataron la madre, pero nos quedan los hijos —le intentaron consolar algunos a su alrededor.
— Que hijos ni qué mierda, eso no debió haber pasado. Ya empezó mal esto.
Poco tiempo después, cuando el tiroteo con las fuerzas de las milicias se tornó más intenso, los rehenes aprovecharon un momento de confusión para escapar, pero Cira no consiguió dar un paso. Luego se levantó y empezó a caminar con calma, totalmente despreocupada, al creer que “flotaba entre el polvillo del pedraplén”, hasta que su esposo miró hacia atrás y, en medio de su espanto, la agarró del brazo y la tiró en el suelo, tras los gritos que hacía minutos resonaban tanto como el plomo de las ametralladoras, anunciando la cercanía del ¡¡AVIÓNNNN!!
En efecto, a baja altura y gran velocidad apareció un B-26 que aniquiló casas y bodegas, desprendió los soplillos más sólidos. Cira sintió que se ahogaba entre tanto escombro calcinado y quiso voltearse para respirar mejor, pero el humo le quemó los ojos. Solo percibía sonidos desarticulados, ajenos a la escena desplegada delante de ella; ni siquiera escuchaba el repiqueteo espantoso de la Calibre 50 que abría fuego tan rasante que si levantabas la cabeza te volaba los sesos.
Casi a rastras, Cira y su esposo lograron llegar hasta el muro del malecón de Girón, donde también se refugiaban varias familias, a la espera del momento perfecto para largarse monte adentro; pero apenas recostaron sus espaldas a la pared, retrocedió el avión B-26 y descargó sus municiones a largo de toda el área.
Esta vez cerró fuerte los ojos, se cubrió los oídos con las manos y mordió con fuerza un trozo de palo que su esposo le alcanzó. Aún perturbada por el bullicio metálico de la guerra, identificó el llanto ahogado de una mujer que, a pocos metros de distancia, intentaba contener el sangramiento de su niño tras el impacto de un proyectil en su pierna.
A Cira, que ya le temblaban las manos, todo se le oscureció de pronto al ver aquel flujo incontenible de sangre, las convulsiones del pequeño, las súplicas de la madre. “No debería sufrir tanto, quizá es preferible que muera de una vez”. Se sorprendió con esa idea en la cabeza y sintió náuseas. En ese instante se odió con todas sus fuerzas. Tenía miedo, miedo a la muerte. La muerte del niño, la de su esposo, su propia muerte, la de su hijo por nacer. Una súbita angustia se le asentó en el pecho y aunque continuaba con la vista fija en la mujer, ya no miraba nada. Estaba vacía.
Nuevamente el tirón del esposo interrumpió su letargo e iniciaron la fuga hacia el monte. ¿Cómo lo logró? ¿Caminó todo el trayecto? ¿La cargaron en algún tramo? Todavía no le encuentra explicación, pues correr por encima del diente de perro resulta desgastante, incluso para los monteros que habitaban allí, y adentrarse en aquella vegetación selvática y compacta, mucho peor.
A inicios de los sesenta, en la Ciénaga de Zapata se vivía en un régimen perpetuo de mudanza, originada por la persecución del monte y sus zonas de explotación, por lo que no tardaron en tropezarse con algunos planes de carbón y personas que, como ellos, buscaron refugio en el bosque.
Enseguida les brindaron caldo, pan y un trozo de tocino, pero Cira no quiso probar nada. Solo agua. Se sentía seca, como desinflada. Dijo que quería descansar; había perdido la noción del tiempo. Dormía y se despertaba sobresaltada, para volverse a dormir. Las horas se dilataban insoportablemente entre los ruidos y resplandores lejanos que se filtraban por el follaje.
Al amanecer, su esposo salió a la carretera para obtener alguna señal que le indicase el rumbo de los acontecimientos. “De regreso me dice eufórico: ‘¡Ganó Fidel, ganó Fidel!’ y yo, al verlo tan feliz, le respondí: ‘Ay que bueno’, aunque no comprendía bien lo que pasaba, yo era una chiquilla”.
Cuando abandonaron el monte Cira estaba ya bastante adolorida, con el rostro tiznado y los ojos hinchados de sueño. La zona que abarcaba el bar de Blanco ahora permanecía custodiada por milicianos y en el fondo, donde estuvo su casa, solo encontró escombros, una cama acribillada, trozos de taburete, puro destrozo. Entonces se sentó en el suelo y le clavó los ojos al amasijo de tablas que horas antes fue su escaparate.
Así pasó un largo rato, inmóvil, consternada, como quien se recupera de una fatiga repentina. “Ganamos coño, ganamos”, le dijo su esposo y le extendió el brazo por los hombros. Ella no le contestó. Se sentía incapaz de hablar en ese momento. Luego respiró profundo y repitió en voz baja: “Sí, ganamos…”, mientras luchaba por contener las primeras lágrimas que soltaría durante toda la guerra.
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A esta cenaguera le costó mucho tiempo recuperarse. Una y otra vez resurgían las visiones de cadáveres dentro de su mente, y el sonido de los aviones no le permitía dormir. Llegó a tener algunos momentos de delirio y necesitó medicación. “Es que yo no me concentraba, pasaba todo el día aturdida, ausente.”
Por eso, horas antes me había enfatizado que deseaba olvidar, que no quería regresar más al bar de Blanco, porque la permanencia de esta batalla en la vida de sus testigos se resiste al desgaste implacable de los años.
Cuando abandonamos la playa, Cira intenta demostrar sosiego y esboza una sonrisa engañosa, que muy pronto se convierte en mueca. En el fondo sabe que los recuerdos “son unos cabrones” y aunque se aleje del mar y no vuelva a verlo jamás, el olor a pólvora la acompañará hasta el día de su muerte.