Nostalgias de un mochilero: Fiesta de cumpleaños

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Siempre que se avecina mi cumpleaños me siento un poco triste. Quizá porque mi primera fiesta de cumpleaños también fue la última, y me la celebraron cuando ya sabía leer y escribir. Un amigo de mi madre se dio a la tarea de organizarla, porque, según él, todo niño debía tener una.

Echaron manos a la obra y me mantuve al margen. Me llamó la atención el entra y sale de gente, los nuevos colores en las paredes. Me extrañó que descolgaran aquel cuadro del Che que permanecía en la sala de mi casa.

Prepararon cajitas, hicieron ponche, pintaron la mesa descolorida del comedor. Recuerdo la alegría de mi mamá, porque por fin su único hijo tendría un cumpleaños de verdad. Hasta ese momento, cada 30 de noviembre se resumía a una comida para los dos, que consistía en arroz congrí, pollo frito, platanito maduro y tostones, y un que otro regalo de algún familiar o vecino.

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Pero al arribar a los seis años todo fue diferente. Hicieron tarjetas para entregar en mi aula y por todo el barrio. Como yo era un poco tímido, unas cuantas no llegaron a sus destinos, lo cual no impidió que mi fiesta se abarrotara de gente, algunos que yo ni conocía, otros que me caían mal y con mucho gusto no hubiera invitado.

Durante largo tiempo mi cumpleaños fue uno de los más famosos del barrio. Asistió el mago y ventrílocuo Pastrana, de gran fama en la ciudad. Desaparecía pañuelos, sacaba huevos y monedas de mi oreja; extrajo de su maleta mágica un negrito pesao, que sentó en sus piernas y lanzaba escupitajos a los niños.

Lo que mejor recuerdo fue presenciar mi cama llena de regalos, esa sensación de felicidad nunca la he olvidado: la cerbatana, los libros de colorear, el bate, las pelotas, mucha ropa, me sentí a plenitud.

Dicen que la felicidad dura poco en casa del pobre, y algunas veces sucede así. El fotógrafo encargado de documentar aquella fiesta tiró cientos de fotos, de las que solo se salvaron tres. Mi mamá nunca me lo dijo, pero sé que ante aquella situación se puso triste, no por vanidad, más bien por mí, porque no podría hacer un álbum de fotos que recogiera la majestuosidad de aquella jornada cumpelañera.

No sé de dónde salió mi madurez de aquel entonces, pero le pedí que no hiciera más cumpleaños, porque aquella fastuosidad —no fue la palabra que usé— no iba conmigo, era un gasto innecesario que solo alimentaba el barullo y “hasta las fotos se echaban a perder” —esta frase sí la dije.

“Disfruto mucho más quedarme en casa contigo, comiendo arroz congrí, pollo frito, platanito maduro y tostones”.


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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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