Todos los márgenes de La Marina

La Marina parece una ciudad que se hunde dentro de la ciudad. El agua se acumula contra sus contenes o se acomoda en las grietas del pavimento y cuando el aire bate los charcos se encrespan, como pedazos de mar a ras del suelo. Aún permanecen los vestigios del origen pantanoso del terreno; aunque por generaciones lo han apisonado, la ciénaga trata de emerger una y otra vez.

Fotos: Raúl Navarro

Los charcos, contaminados por el aceite de motor o el polvo de los días, reflejan el acontecer cotidiano, como si hubiera dos barrios: el verdadero y su versión sucia. Todavía hoy muchas personas se trocan y toman el segundo de estos como el real. Esos son los que no entran en él de noche, porque temen que las sombras se les encimen y la única luz que se note sea la del brillo de una navaja.

Queda al margen de todo: del Río Yumurí y los animales que se pudren a sus orillas, como escribiría Marimón; de esos que nacieron con una cuchara de comedor obrero en la boca y juran y perjuran que en verdad es de plata labrada y por ello no cruzan ciertas calles-fronteras; de los que temen que sus ancestros les recuerden que estamos hechos de barro y lluvia, no de platino y edulcorantes artificiales.

Este barrio, además, se ha encontrado en demasiadas ocasiones al costado de la historia de Matanzas. Las ciudades coloniales cuando crecen emiten grandes sombras, como de ceibas consagradas, pero pocas veces se habla de esta penumbra por miedo a que empañen la versión de la urbe que quisieron dar marqueses y comerciantes de azúcar morena.

Según Ercilio Vento Canosa, historiador de Matanzas, La Marina resulta el primer barrio como tal con que contó la ciudad. Primero se trazó y construyó lo que hoy es el centro de la urbe.

Cuando se creó el puerto en 1793 —en ese tiempo, ubicado en las costas detrás del Sauto, donde hoy queda el Viaducto—, se debió desecar la ciénaga colindante al lado norte del Yumurí, para habilitar disímiles estancias para ayudar al trasiego comercial. Para comunicar este último sitio con el puerto, se erige una calzada que llamaron en un primer momento La Marina (en la actualidad Ayllón) y de ahí tomó su nombre la barriada.

Las edificaciones originarias de la misma eran almacenes y otras construcciones relacionadas con lo bursátil. Sus primeros habitantes fueron franco-haitianos, catalanes y norteamericanos. La ascensión del barrio continuó hasta que un incendio, el 26 de junio de 1845, arrasó el lugar. Se quemaron cerca de 47 viviendas. Los charcos, esa noche, los rompieron, como cristales que salpican, los pies de quienes corrieron despavoridos ante el empuje del fuego que convierte la gloria en ceniza y la azúcar en melaza.

Muchos de los negocios asentados allí, después del siniestro se trasladaron hacia las orillas del San Juan. En La Marina comienza a desarrollarse, entonces, un asentamiento poblacional. Para allí van sobre todo mulatos y negros libertos. Por el racismo imperante en la época, a estos no se les permitía vivir en el centro de la ciudad, por lo que se les agrupó en la periferia. Después de la calle Contreras, en ese momento, para algunos comenzaba la otra ciudad, la que no se temía que, si las grietas en las calles comenzaran a crecer y se conectaran las unas con las otras, se hundiera en el cieno. Aún hay quien lo piensa así.

A los que trajeron de África les cambiaron los leones por perros jíbaros y la libertad se la convirtieron en tasajo; no obstante, no pudieron arrebatarles sus dioses, porque esos están dentro de nosotros o por encima de nosotros, donde los rancheadores y los amos no llegan. Luego de ser liberados o de algunos ofrecer a sus hijos el mayor regalo de todos, la libertad, y acomodarse a las orillas del Yumurí, muchos prosiguieron con sus tradiciones y cultos. Proliferaron los cabildos y las prácticas religiosas sincréticas.

Sol Ángel Betancourt Puñales, presidenta de la Asociación Yoruba en el territorio, en una entrevista concedida al periódico Girón, asegura que en La Marina pueden existir tantos creyentes como en otras provincias completas. No extraña por dicho motivo que allí nacieran la rumba, el guaguancó y los Muñequitos de Matanzas. En los días muertos, cuando no corre el aire y los perros bostezan en las sombras y no suenan las fichas de dominó sobre una tabla que sostienen ocho muslos, los charcos vibran, como si la tierra la tocaran al igual que un tambor de cuero viejo.

Durante la República, allí se creó una zona de tolerancia. La húmeda lujuria, la que chorrea sin control, se apoderó del antiguo humedal. Surgieron varios prostíbulos. Ello cesó después del triunfo de la Revolución o, por lo menos, terminó el influjo de la lujuria fingida de quien no le queda más remedio que entregarle su cuerpo a los perros jíbaros para pagarse los frijoles y el gordo de puerco. La otra, la que viene del mutuo deseo, aún permanece, todavía chorrea, como mismo sucede en esta Isla donde muchas veces no hay nada mejor que hacer o que se recurre al colchón a resolver más conflictos que a los jueces de toga y martillo de cedro.

Ella carga el mal augurio de ser un sitio marginal, de los que en grupos de Compra y Venta te escriben “busco casa así y así, pero que no sea en La Marina”. Sin embargo, sucede gracias a un ideal construido por un devenir accidentado. Allí esquinaron a aquellos con los cuales la historia tiene una deuda pendiente, y les debe una redención; personas que debieron sobrevivir y no siempre eso se logra con buenos modales y con morales de servilleta blanca y cuchara de plata labrada.

Entonces, desde el margen, ella resiste los hundimientos y las inundaciones. Los leones del Parque Watkins roen huesos de dos semanas, pero resisten. En lo que nos queda del Pompón —un hilillo de agua que llena un agujero mediano en el asfalto— algunos bañan a sus caballos, pero resiste. El parquecito plástico que alguna vez presentaron como una novedad a las viejas plazas para niños, en que los cachumbambés de metal se calentaban tanto que te quemaban al sentarte, parece un símbolo al fin de la infancia con sus solitarios toboganes, pero resiste.

A cada rato se escucha un toque de santos, el grito de una vecina al preguntar si el apagón es general o solo en su casa, o alguien salta por encima de un charco sucio como el reflejo del barrio que no es.

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