Transcurría la noche el 11 de marzo de 1949 cuando un grupo de marines yanquis, pertenecientes a la tripulación de los barcos de guerra atracados en el puerto de La Habana, profanaron, sin escrúpulo, la estatua de José Martí en el Parque Central de La Habana.
En ese entonces –bajo el mandato de Carlos Prío Socarrás– la corrupción, el pandillerismo y el anticomunismo prevalecían.
Del incidente irrespetuoso resaltan la revuelta y las golpizas entre marines y cubanos defensores del monumento, que solo aminoró con la intervención policial.
Y, a pesar de que el gobierno estadounidense se disculpó públicamente, y castigó a los involucrados, el hecho se convirtió en otra forma más de representación del imperialismo, no muy distinta al desprecio actual hacia nuestro pueblo.
Las tensiones y el asedio político y económico contra la Isla por parte del país yanqui no han cesado.
Lea también: Diez años viviendo la historia
Tanto las acciones intervencionistas como las acusaciones por terrorismo repercuten constantemente en la cotidianidad del pueblo cubano, limitando el derecho pleno.
Como en aquel tiempo de ultraje a la figura y el ideario del Apóstol, en septiembre de 2023 se arremetió contra las instalaciones de la Embajada de Cuba en Washington; un acto terrorista por grupos anticubanos que demostró felonía e impunidad.
La propaganda para desacreditar a la Revolución Cubana es otra de las manifestaciones de ataque a los símbolos. Se difunden mensajes anexionistas, inoperantes y fuera de contexto, con el objetivo de mostrar a la mayor de las Antillas como un estado fallido, obsoleto.
Hoy, como hace 75 marzos, la guerra de símbolos –cultural y mediática– que despliega Estados Unidos contra Cuba, es prueba fehaciente de que del imperialismo nada bueno se puede esperar.
Lea también: