Nostalgia de un mochilero: Cuestión de segundos

En ese segundo apenas en que mi mano sintió el espacio vacío que anunciaba la abertura de la cueva, emergí del agua y aspiré con todas las fuerzas de mis pulmones la bocanada de oxígeno que ansiaba con gran desesperación. Ninguno de mis amigos reparó en el terror reflejado en mi rostro, ni entendieron por qué salí con tanta prontitud del agua. Sin mediar palabras me retiré camino a casa, quedando atrás toda la chiquillada de mi barrio que jugaba despreocupada en el interior de la Cueva del Tiburón.

Una fuerza casi sobrehumana me impulsaba a refugiarme en mi cuarto, como si fuera ese el único lugar del universo donde me sentiría a salvo. 

Ya en mi hogar, ante la mirada de extrañeza de mi madre, repasé en silencio el momento de angustia experimentado minutos antes, cuando casi muero ahogado. Por cuestión de segundos, mis pulmones no se habían inundado de agua tras adentrarme a la caverna en una zambullida que pudo ser mortal.

La cercanía a la muerte me provocó un raro mutismo. Recuerdo que aquel día permanecí horas sobre la cama sin articular palabra alguna. Durante un tiempo prolongado, un estupor paralizante se adueñó de mi cuerpo por la idea recurrente de lo cerca que había estado de un desenlace fatal.

En esos tiempos los chamas de mi barrio ya nos habíamos enfrentado a la muerte y nos llenaba de terror: dos niños habían perecido víctimas de accidentes (uno sobre una bicicleta, otro al caer al vacío explorando una cueva) que habían enlutado al barrio. 

Con el paso de los días, cuando el dolor fue amainando, los muchachones del vecindario regresamos a nuestras andanzas en el monte, en las cuevas, o lanzándonos hacia al mar desde los puntos más altos de los riscos.

También disfrutábamos llegar hasta la Cueva del Tiburón. Entonces, se accedía a ella por dos aberturas, una escalando a lo alto del sistema cavernario y otra por el mar.

En lo particular, nunca me sedujo esta segunda vía. Prefería escalar las rocas y, una vez en la caverna, saltar al agua. Luego, para salir, era más fácil hacerlo por mar, porque se lograba distinguir la claridad del sol a través del orificio de entrada.

Sin embargo, si decidías acceder a la cueva por el mar, la oscuridad del interior dificultaba el tránsito hacia la galería. Para hacerlo, debías colocar una mano en las rocas, avanzar mediante el tacto y a los pocos segundos tu mano emergía al gran salón, a lo que seguía una desesperante bocanada de aire.

Aquel trayecto duraba unos cinco segundos, pero siempre preferí la otra alternativa. Hasta ese día, en que no sé por qué razón desoí mis instintos de conservación y me aventuré a adentrarme a la gruta por la parte exterior. 

Lea también: Nostalgias de un mochilero: Viajar a través de la noche

“Cuando no estés convencido de una aventura, no des el primer paso”, retumbaba en mi mente horas después del suceso, a manera de consejo tardío, mientras rememoraba la amarga experiencia.

La mano palpa la roca que se me hace infinita, la oscuridad me abruma y crece la desesperación. “No quiero morir aquí”, me digo, y la angustia se hace mayor porque mi mano y mi cabeza solo sienten la dureza de la roca. No logro ubicar la salida y necesito respirar, me urge respirar, mi vida pende de esa bocanada …no importa si trago agua… tengo que respirar… ¿nadie nota mi ausencia?… ¿cómo salgo de esta?… necesito respirar y esta roca no cede a mi desesperación, se me hace interminable… ¿dónde está la galería?… ¿por qué entré por el mar?… mi mamá está en la casa… necesito respirar… me rindo…

Justo en ese instante en que nada esperaba, cuando todo presagiaba el final, mi mano salió a la superficie, y respiré como si se tratara de la primera vez que me asomaba al mundo. Y todo en cuestión de segundos…

Recomendado para usted

Foto del avatar

Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *