En la Unidad de Cuidados Intensivos del hospital pediátrico matancero Eliseo Noel Caamaño no se descansa. Allí se devuelve la esperanza, y es que muchísimas son las vidas salvadas por el team que comanda el doctor Guillermo Montalván González.
En Matanzas existe un “Triángulo de las Bermudas”. Sí, pero no como el mítico sitio del océano Atlántico que devora barcos, aviones y personas con una energía misteriosa. El matancero está en la cima de una colina, se levanta sobre hormigón y se mantiene desafiante a los embates del tiempo y de los hombres.
No es escaleno por sus ángulos como el abordado por Berlitz y trillado por cineastas, ni siquiera su forma se acerca a la estudiadísima figura geométrica. Pero sí ejerce fuerza de potente imán sobre las personas: a unos los mantiene atados a la vida, y a otros, a sus muros. En sus adentros algunos aseguran que se obran milagros. También dicen que quienes se aventuran a laborar en él, una vez en su interior, les cuesta marcharse.
Algo así le sucedió a Guillermo Luis Montalván González cuando tras concluir la residencia en Pediatría llegó hasta el Eliseo Noel Caamaño en 1995, y casi tres décadas después se mantiene justo en el mismo lugar, comandando a un equipo de jóvenes galenos en quizás una de las salas más complejas de la institución asistencial: la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI).
Hacer un hueco en su agenda sí que es complicado. Aunque te refugies en los recovecos de su oficina, tan pequeña en dimensiones y tan grande en decisiones que allí se toman, no evitarás que a cada instante algo interrumpa el diálogo: los resultados de una gasometría que no pueden esperar, la dosis de reajuste del bebé que ya empezó a responder en su evolución antes mórbida, o la incorporación de los nuevos residentes de la especialidad que llegan justo en el momento más indicado.
“Yo vivía en Bolondrón, un pueblo donde, cuando era muy pequeño, había un solo médico, el doctor Villa”, fue su pie para comenzar a contar cómo se adentró en ese mundo que ahora le roba tanto tiempo, aunque pida que por unos instantes no se le interrumpa. “La llegada de Villa a mi casa generaba un fenómeno de respeto y admiración; desde que entraba, todo el mundo se ponía en función del doctor. Me motivé por aquello y ser médico se convirtió en mi idea fija. Me gradué en el 89 y estuve en la Isla de la Juventud como parte del Servicio Social. Me hice primero médico de la familia y luego pediatra”.
Guillermo fue del segundo año del destacamento Carlos J. Finlay. Asegura que por aquel entonces las filas de los terapistas estaban nutridas por pediatras y tuvo que asumir esa responsabilidad bajo la tutela del profesor Orlando López, “maestro y segundo padre de todos nosotros”, comenta con un orgullo que le devuelve el brillo a la mirada. “Formó gente joven, emprendedora, con deseos de trabajar, se puede decir que empíricamente por la escasa bibliografía. Conformamos un servicio que ya estaba inaugurado hacía tiempo, pero al que le dimos continuidad y fortaleza”.
Acceder a la UCI no es tan sencillo. Allí se es estricto con los protocolos porque hay muchas vidas en riesgo. Internamente son obligadas las batas verdes y las máscaras. Son tres las puertas de acceso: por la que entran las camillas con los casos, por las que acceden los acompañantes, y la del personal asistencial. Cada una tiene un ligero muro de contención. En la segunda (la de los acompañantes) hay varias taquillas donde se guardan pertenencias y una pequeña ventana por la que comunicarse con el mundo exterior. A través de esas tablillas, por las que apenas se distinguen los rostros, fluyen noticias de alivio o de angustia en dependencia del estado del paciente.
“La parte de la medicina que más me gustó siempre fueron los niños —continúa—. En Betancourt, trabajando como médico de familia y terminando la especialidad de MGI (Medicina General Integral), Aymé Ruiz, una excelente persona y quien fue directora de este hospital, pasa por allá. Le planteo la posibilidad de vincularme al trabajo con infantes y ella me trae aquí.
“Pudiera ser médico de otras especialidades, pero la pediatría me atrapa mucho, es donde mejor me siento y más feliz estoy. Durante todo este tiempo he trabajado en esta sala, excepto dos años que estuve en una misión en Ecuador. Con la salida de Orlando López, y su fallecimiento posterior, asumí la jefatura del Servicio”.
El área destinada a los cuidados intensivos no es pequeña, pero la oficina del doctor Guillermo sí. Apenas caben dos sillas y un buró que está lleno de los papeles del diario. En el piso, cajas y archivos acortan los pasos. Ahí no hace falta tanto confort, en definitiva no es el local donde más se está, las batallas se libran afuera al final del pasillo, ¡esa es la verdadera “zona caliente”! En uno de los rincones de la oficina, recostados a la pared, los reconocimientos delatan lo minucioso del trabajo que allí se realiza, y es que no puede ser de otra manera; todos saben que el margen de error en esa sala sabe muy amargo, porque de seguro cuesta vidas.
“Si me preguntan cómo me veo, pudiera decir que soy un artesano de la salud, un obrero para reparar cuerpo y almas humanas. Tan importante como el trabajo de comunales o el de los servicios. Todos somos muy importantes. A mí me tocó este papel de detectar las enfermedades, devolver la salud de los niños y retornarlos a las casas de nuestros padres matanceros. Un trabajo continuado que da mucha alegría”.
Y sí que es continuado, no se descansa. “La terapia intensiva, a diferencia de lo que puedan pensar las personas, no es una especialidad extremadamente difícil. Se rige mucho por algoritmos, por métodos prácticos y se trabaja por problemas. Es rescatar a pacientes que están en momentos críticos, donde la muerte está muy cerca de ellos y llevarlos más hacia la vida, y después de eso pensar en qué más podemos hacer. Por suerte, el paciente pediátrico es noble, es una persona joven con todo su sistema muy activo, lo que lo hace más fácil. Son muy agradecidos, en nuestro Servicio mueren pocos pacientes”.
Para acceder a la oficina del doctor Guillermo, se atraviesa el cubículo donde se guardan los equipos que se usan en la respiración asistida. Los hay de nueva y muy vieja generación. “Sí, pero esos viejos son los mejores”, asegura mientras señala un monitor amarillo y de chasis tostado, que se parece a aquellos antiquísimos de computadora, dinosaurios que sobreviven dispersos en empresas cubanas. “Estos de acá funcionan como un reloj, o, bueno, lo hicieran si tuvieran baterías; pero ahora mismo no las tenemos, y es una lástima, porque son de calidad”. Y justo ahí, sin que se mencionen, se perciben los nefastos efectos del bloqueo, sí, ese mismo al que le echan las culpas de todo sin a veces tenerlas, pero en este caso sí que las tiene; en el campo de las ciencias médicas el daño es real y cuesta vidas. “Estos respiradores, por ejemplo, son especiales para el uso en el hogar por pacientes crónicos como Gael, que ahora mismo tiene otro menos cómodo que este”.
Gael es un caso de renombre en el Pediátrico: un paciente al que una hipoxia perinatal lo condujo a una traqueotomía; condición severa que le mantuvo por cerca de tres años de manera permanente en la institución médica, hasta que logró trasladarse a una vivienda cercana al hospital, donde no falta casi nunca el fluido eléctrico.
Luego de pasar el cubículo de los respiradores, se accede al pasillo principal que lleva directo a la sala de Cuidados Intensivos, la “zona caliente” donde no se duerme ni de día, ni de noche.
“Ser líder es un reto. Tienes que echar p’alante a un colectivo, pensar más en él que en ti mismo y sobre todo consensuar las cosas. Hay que trabajar en equipo y lo que tú haces es dirigirlo, aunque este también debe tener autonomía.
“Ahora, con todas estas dificultades con relación a las partes materiales y la pérdida de valores, es bien difícil mantener un colectivo cohesionado, con deseo de trabajar y activo. Quienes lo integran son jóvenes, pero con el sentimiento de pertenencia. Ese personal sale para los municipios de madrugada, fin de semana y no se queja. Trabajan duro, pero están muy motivados; es un lujo tener discípulos así”.
Las paredes de la Intensiva están enchapadas en verde, y las camas se encuentran suficientemente separadas unas de otras, lo que facilita el actuar en caso de urgencia.
“Tenemos muchas satisfacciones. Hay miles de niños matanceros que están en sus casas, con sus familias, gracias a que en un momento determinado en que estuvieron muy enfermitos nosotros les pudimos salvar la vida. Eso no tiene precio. ¡Quién puede vivir sin poder servir al prójimo! Es mejor siempre dar que recibir, y esto es lo que hemos hecho durante tanto tiempo y es lo que queremos que los jóvenes que se están formando hagan: servir y sentirse felices por hacerlo.
“Asimismo, existen insatisfacciones, por supuesto. Estamos muy lejos de ser perfectos. Debemos trabajar todos los días en función de la calidad, para que las cosas salgan mejores, para ser más disciplinados, y luchar contra los factores adversos externos, que son extremadamente complejos también”.
Entre aquellas paredes transcurre el día a día del equipo comandado por el galeno de Bolondrón. A simple vista se divisan ritmos cardiacos traducidos en líneas que zigzaguean indicando vida. Para quien no está adaptado a esas rutinas, el ambiente asusta; números que suben y bajan en pantallas, cables en demasía, pitidos que calan los tímpanos y un olor a desinfectante que, por más que se intente, el nasobuco no logra disimular.
“La familia es indispensable para un médico; si no apoya las metas que te propones, no puedes alcanzarlas. Lo primero es llegar al entendimiento de que muchas veces no hay horas ni fines de semana ni cumpleaños del niño; en ocasiones existen proyectos que uno se traza y se derrumban a los minutos.
“Tuve mi primera familia con un respaldo tremendo. Mi primera esposa es doctora, y mi hija acaba de comenzar la especialidad de Psiquiatría, y ahora tengo una segunda familia, mi esposa trabaja conmigo, aquí en la sala. Es una familia de médicos, lo cual ha sido un apoyo muy importante, porque saben lo que hacemos y han estado siempre ahí, incluso, me alegra haber motivado a que mi hija siga el camino de nosotros”.
Esta vez hay tres casos en sala, que se mantienen estables; pero el doctor y su colectivo saben que esa tranquilidad puede variar, no solo porque sus pacientes empeoren, sino porque las urgencias pueden atravesar la puerta en cualquier momento.
“Mi mayor éxito ha sido salvar niños que han llegado muy enfermitos, y a veces en horas, a veces en días o un poco más, pero que han salido vivos. Cuesta mucho cuando se pierde la salud de un infante y ocurre lo peor que es la muerte.
“El profesor Orlando López en una ocasión, ya trabajando en la sala, había un niño muy malito que tenía un cáncer terminal y en la discusión conjunta con el colectivo médico alguien dijo que era mejor que falleciera en terapia intensiva porque los intensivistas estábamos acostumbrados a ver la muerte. Entonces, Orlando, que llevaba más tiempo en la sala rápidamente reaccionó: “Ustedes están equivocados. Nosotros vemos la muerte con más frecuencia, pero acostumbrados nunca vamos a estar. El día que me acostumbre a ver la muerte me voy de la sala”. Los intensivistas no sabemos rendirnos, buscamos siempre la manera de sacar al frente a los pacientes, incluso, en situaciones extremas”.
Cama por cama el doctor Montalván chequea a sus pequeños pacientes. De memoria conoce sus padecimientos, dosis de medicamentos, evolución, posibles complicaciones… Con perfección recita las historias clínicas, y las expresiones en su rostro advierten de cuáles son los casos que más le preocupan.
Pero bien le han demostrado los años que, aunque lo parezca, no todo está perdido, porque como bien dicen por ahí mientras hay vida hay esperanzas. Enfrenta casos más sencillos; sin embargo, esos otros con los que no se contaba, cuando se vuelven victorias, saben más gratificantes aún.
“Ser médico, y con el tiempo que tengo trabajando, te convierte en una figura pública. A veces crees que estás en algún lugar donde no te conocen y siempre se acerca alguien. En un sinnúmero de ocasiones me encuentro con niños cuyos padres fueron pacientes de la sala, o con personas que me dicen que les salvamos la vida o que gracias a mí tienen un infante vivo.
“Estoy muy contento con el tiempo vivido y lo que he hecho. No tengo nada que reprochar, vivo donde quiero vivir, tengo lo que quería y estoy con quien deseaba estar.
En estos tiempos en que “limitación” se ha vuelto palabra de orden, nadie imagina las hazañas que atesoran las paredes del Pediátrico, y más la UCI. Aquí existen las mismas limitaciones de las que todos hablan: materiales y recursos vitales que escasean, medicamentos que pareciera que se ahorran con goteros, algún que otro personal que emigró hacia otras fronteras.
“Quisiera tener más para hacer un poco más. Quisiera que nuestro personal asistencial estuviera mejor atendido. Ahora ya se dio un paso importante con esto del aumento de salario, que lo representa mucho. La terapia intensiva sin enfermeras no es nada, nuestra base fundamental de la calidad del trabajo descansa sobre ellas. En una sala puede haber un solo médico, pero no puede haber menos de cinco o seis enfermeras. Quisiera que ellas fueran mejor representadas, que estuvieran mejor atendidas y se les tuviera más en cuenta”, refiere el líder.
Y porque justamente le importan cada una de las vidas que hay en su sala: los que convalecen y los que luchan por los convalecientes, es que al doctor Guillermo se le quiere y admira tanto.
Casi tres décadas después sigue anclado al mismo lugar, dejándose atrapar por el magnetismo del Bermudas matancero, que “rapta” galenos y los consagra a sus salas, devora padecimientos y hala a los infantes hacia este lado del mundo, transformando infortunios en vidas salvadas.