Pablo Picapiedras

Pablo Picapiedras. Fotos: Julio César García

Soy del mar espuma
Soy triste lamento
Yo, soy basurita
Soy basurita, que arrastra el viento

Como buen montuno -«uno de verdad, debe quedar claro desde el inicio»- nada complace más a Pablo Ramírez que escuchar un buen repertorio de rancheras mexicanas. Mientras más melodramáticas y desmesuradas, mejor; por lo que, entre todos los temas que disfruta e, incluso, memoriza, prefiere La basurita, con esos versos que dicen: “Cuando vine al mundo \ Yo nací llorando \ Y ay Dios, desde entonces \ Sigo llorando \ Sigo llorando”.

En el borde de las rocas, Pablo se prepara cuidadosamente para arrebatarle un bolo más a la cantera.

«…¡Uf, tremendo eso, verdad!» Le gusta tanto que la tararea sin darse cuenta, lo mismo en las horas de descanso que en las de trabajo, para aligerar al menos dentro de su mente el desgaste que implica sacar “chapas” de una de las canteras de Guanábana, ubicada en la ciudad de Matanzas.

Allí se ubica justo hoy, 13 de enero, al borde de un precipicio de más de 20 metros de altura, en el que evita, sin embargo, pensar en rancheras o cualquier otra cosa que le desvíe los sentidos de sus labores. “A la vaca no se ha de alborotar cuando se está ordeñando… y a mí tampoco”.

Tantos años en las alturas no le impiden reconocer que se coloca al punto del desastre: una mala pisada significa despeñarse. Si no, que le pregunten a Gerardo, que un día se le resbaló la barreta —especie de pértiga maciza y metálica— y se le encajó allá abajo, donde más les duele a los hombres. Dice Pablo que al viejo se le pusieron los huevos negros enseguida, y pasó como 15 días sin caminar. “Después de todo, no salió tan mal, porque el instinto le dio por dejarse caer hacia atrás, si se va hacia adelante se revienta”.

Al acercarse al borde aumenta su cautela, o cree hacerlo enterrando sus pies en la arena. Los lleva descalzos, y cada pisada revienta las piedras más pequeñas de la cantera, las pulveriza.

Sobre la corteza de la piedra marca las líneas que guiarán su corte. Allá arriba no arriesga nada. No por un problema de cobardía, sabré después, sino por una sensación de salto al vacío que no le abandona cuando se reconoce a esa elevación.

Ni siquiera el paso de un avión casi a ras de su cabeza le hace levantar la vista. A tan solo 23 km se encuentra el aeropuerto internacional Juan Gualberto Gómez, por lo que las naves cruzan a bajo vuelo, tanto cuando buscan altura como cuando se preparan para el aterrizaje.

Sin mirar, me dice que ese es el americano, que siempre pasa sobre las ocho y media de la mañana. Lo sabe, porque un primo suyo viene cada año en él. De hecho, gracias a ese primo, pudo tomar bastante cerveza en diciembre. Esta vez sí dice que “la partió”, que “todavía quedan en el refrigerador, fíjate tú sitú si ese cabrón compró botellas… Después tocan 11 meses de ron malo, con los precios que ha cogido el alcohol en Cuba”.

¿Pero qué carajo hace hablando de ron cuando más necesita concentrarse? Pablo vuelve a su silencio para levantar, con gran esfuerzo, una barra de hierro que duplica su tamaño y lleva la punta achatada y filosa, como la hoja de un cuchillo. Con ambas manos sostiene la barreta y la deja caer con todas sus fuerzas sobre la línea que hace minutos trazó. Le propinará 100, 200, 500 golpes seguidos, hasta que la línea se convierta en zanja, y la zanja en una grieta lo suficientemente honda como para desprender el cuadrante de la pared. Puede tardar una mañana en lograrlo, puede tardar tres.

***

Antes de convertirse en uno de los más antiguos y experimentados obreros de la cantera número uno de Guanábana, perteneciente a la Cooperativa de Producción Agropecuaria (CPA) Antonio Berdayes, de Limonar; incluso, antes de imaginar que pisaría alguna vez cualquier cantera, Pablo Fuentes Ramírez inició su vida laboral en la finca de su padre, allá en Rancho Viejo (Granma), y es justo bajo esas tierras, “fértiles y santas”, donde aún aspira a que lo entierren.

Sin embargo, en aquel entonces, con apenas 16 años, no pensaba en la muerte, ni en los estudios. En cuanto finalizó la enseñanza más elemental, se dedicó a la cría de bueyes, al arado, la alimentación de los carneros, lo que hiciera falta en la casa; si bien nunca se sobrecargó como la mayoría de sus amigos, que con familias menos numerosas se veían obligados a trabajar como “fieras” desde pequeños.

Al ser el menor de ocho hermanos, a “Pablito” terminaban siempre por librarlo de las responsabilidades más desgastantes. “Yo fui, como quien dice, el hijo de la vejez. Me malcriaban mucho. Imagina que todavía con seis años tomaba leche de la teta de mi mamá y dormía en la cama de mis padres, en el medio”.

Entre carreras de caballo y baños de río se resume gran parte de su infancia y primeros años de la juventud, hasta que enferma la madre. Consciente de su gravedad, la mujer le confió la educación de Pablito a su hijo mayor, le pidió que lo guiara y, sobre todo, le encargó “que lo hiciera hombre”.

Para cumplir la encomienda de la vieja, Ernesto le propuso al muchacho que se marchara con él a la ciudad de Matanzas, al otro extremo de la Isla. Hacía varios años que se encontraba al frente de una vaquería en el territorio y no le iba nada mal.

—Recoge, que vienes conmigo —dice que le ordenó, poco después del entierro.

—¿Cómo fue? —se hizo el sordo Pablito.

—Que los dos, mañana, arrancamos para Matanzas.

—Te volviste loco — le encaró— a mí no se me ha perdido nada allá.

—Pues no tienes opción —comenzó a enfadarse el hermano, y con la misma relajó—. Muchacho, si vienes conmigo te consigo trabajo de chofer, ¿no me dijiste que te gustaba eso de manejar? Allá sé de un tractor que está esperando por ti.   

“Enseguida me di cuenta de que me estaba engatusando —reconoce Pablito—, y al final lo logró. Nos montamos juntos en el tren. Pero, muchacho, a los pocos días de estar en Matanzas puse una retranca del carajo. No era una cuestión de que me trataran mal o no me gustara el lugar. ¡Qué sé yo! El daño, creo, lo tenía en mi cabeza”.

Durante un tiempo se obsesionó con la amputación traumática de su pasado, quería eliminar sus recuerdos más inmediatos, aunque estos encontraban siempre el modo de infiltrarse y asomar su hocico, transmutados en gestos, llamadas, añoranzas y hasta pesadillas que le devolvían a Oriente.

Por mucho que intentara adaptarse, se sentía extrañamente desvinculado del ambiente y las personas que le rodeaban, hasta de su hermano, cuya presencia se le tornaba ajena.

“Me sabía en Matanzas, pero mi cabeza estaba en Oriente. A ver, cómo te explico… Yo continuaba en mi interior ordeñando las vacas de la finca, sentado todos los días a la mesa con mi padre, conversando con mi hermano, de hecho, mucho más de lo que lo hacía en realidad aquí en Occidente. Cuando algo me sacaba de estos pensamientos y me veía a mil kilómetros de distancia, me ponía mal”.

Durante un tiempo intentó calmar el remordimiento con viajes frecuentes a su tierra natal que, sin embargo, le comenzaron a traer efectos contrarios e, incluso, perjudiciales a su salud. Aún no se explica la exactitud con que, horas antes de cada regreso, se le desataba una migraña que le hacía perder la visión.

Cuando su padre se jubiló, vino a pasar los últimos días a Matanzas, y justo entonces Pablito decidió que no volvería más a Granma. “Es que ahora, con 67 años en las costillas, si viro pa mi zona creo que no regreso. Sé que suena hasta traicionero, pero yo sigo siendo de allá”.

Por aquellos días Ernesto le resolvió trabajo en una vaquería cercana a Guanábana, donde apenas aguantó un par de meses. “Allí me pusieron a vigilar vacas, todos los días hasta las seis de la tarde. Ni que yo fuera toro. Le dije a mi hermano que no iba más, aunque la policía me fuera a buscar a la casa”.

Tres de los serrotes que utiliza Pablo en su trabajo, colgados en una de las paredes del cuarto de desahogo en su casa.

Poco después, en la finca Niña Bonita, perteneciente a la Empresa Genética de Matanzas, manejó su “prometido” tractor y luego un camión con el que distribuyó la leche del pueblo durante diez años, hasta que un amigo le embulló a probar suerte en una brigada de construcción que ofrecía salarios tentadores para la época.

De su tránsito por la Ecoa 10 le quedó el orgullo de participar en la edificación de varios de los hoteles más importantes de Varadero; así como de colocar, con sus propias manos, los primeros bloques del hospital clínico quirúrgico provincial. “Nos movíamos por todo el territorio, todo el tiempo. Al principio no me afectaba tanto, pero después de 15 años ya estaba agotado. Dormía muchas veces fuera de la casa y para colmo al jefe de brigada le dio por joder con los salarios, a descontar por cualquier bobería”.

No lo pensó demasiado para desertar y consagrarse, definitivamente, al trabajo en la cantera. Si bien hasta entonces nunca lo había asumido a tiempo completo, desde su llegada a la ciudad ya se “fajaba” con el serrote todos los fines de semana para apoyar a varios de sus hermanos, que sí se sustentaban con la venta de las chapas.

“Cuando entré por primera vez la cantera de Guanábana parecía más bien un potrero, rodeada por unos palos de jagüey que no había quién coño cortara. Nosotros nos metíamos en unos pedazos bien pequeños, hasta que comenzaron a llegar los tractores y Bulldozer para despejar las áreas. Te puedo decir que la vi nacer”. 

En el último año la vegetación ha crecido mucho en los alrededores de la cantera debido a la pobre explotación de la misma.

***

Aunque pertenece a la ciudad de Matanzas, la cantera de Pablo se ubica en una de esas zonas inciertas que, si bien no son rurales, tampoco puede decirse que sean urbanas. De hecho, para acceder a ella debe abandonarse la Carretera Central y tomar una entrada sin señalizaciones que desemboca en un estrecho camino, invadido por arbustos silvestres.

El ramaje muy pronto contiene los ruidos del tráfico, por lo que durante varios kilómetros nada perturbará la calma, ni siquiera al descender a las profundidades calizas de la cantera, cuyo mutismo sería absoluto sin el ajetreo de Pablo esta mañana de enero. Como el bolo que picó al inicio de la jornada no era demasiado grande, el hombre se animó a despalillarlo antes que le castigue demasiado el sol. 

A la izquierda, en primer plano, una de las cintas marcadas para cortar las chapas a base de serrote. En el fondo, un pesado bolo es acomodado con sumo cuidado por Pablo, en la mañana del 13 de enero del 2024.

Para ello divide el pedrusco con su serrote, instrumento básico del oficio, semejante al serrucho pero con la hoja más rígida y larga, como de dos metros, y sus dientes orientados de forma irregular, para que muerdan mejor la piedra.

De cada tira sacará, si el ojo no le falla, cerca de 18 chapas —término con que definen las unidades listas para la venta—; si bien antes debe separarlas algunos metros para desenvolverse mejor con el serrote y no fallar el corte.

Entonces el viejo entierra su barra metálica por uno de sus flancos y, a fuerza de palanca, la va volteando hasta ubicarla donde desea. De su silueta, en el último tramo abestiada, se desprende una fuerza que no se espera de cuerpo tan menudo, de un tipo huesudo, con pómulos y clavícula al relieve, bigote ceniciento, frente baja y un par de ojos diminutos y desconfiados.

Su oficio le ha impuesto, con absoluta crudeza, algunos rasgos de su físico, como las grietas que le inundan el cuello y dan lugar, sin embargo, a hombros sólidos y redondos, a unos brazos aún fibrosos, como si la corrosión del tiempo estableciera ciclos diferentes para avanzar por su cuerpo.

Siempre lleva las venas hinchadas. Venas del grosor de un dedo que le hacen lucir recién acabado de hacer un esfuerzo muy grande, ya esté sentado en su casa o exigido al límite en la presión de una barra para mover la tira, como ahora, donde una errática coordinación de esfuerzos puede terminar en una hernia.  

La maniobra le deja exhausto. Lanza la palanca a un lado y se desploma, como si su cuerpo le pesara inmensamente. Los jadeos le impiden rellenar sus pulmones de aire.

Se le nota ansioso, desesperado por aprovechar la mañana que aún se mantiene nublada. Cuando el viejo salió de la casa, cuatro horas atrás, el cielo había comenzado a clarear. Por la madrugada escuchó en la radio el parte donde anunciaron, efectivamente, que no sería una jornada demasiado soleada.

En cambio él no se conforma con pronósticos, menos en este invierno tropical de inicios de año en el que nunca se sabe cuándo rompa a llover. Y ahí sí se cagó la perra, porque apenas le caen dos gotas al canto se vuelve una melcocha. Los dientes del serrote resbalan, se empantanan y no cortan nada. Uno no sabe después cuántos días se pierden a la espera de que se seque la piedra. Mejor no atormentarse desde ahora.

Arrodillado en la tierra comienza a delinear, con un trozo de goma oscura parecida al carbón, las proporciones de las chapas. Como las olvidó hace años, se apoya en listones de madera de varios grosores que nunca le hacen fallar.

Con un trozo de batería de carro y una rústica regla, Pablo marca de forma pareja las chapas para luego cortarlas con el serrote.

La tira le dio 16 chapas. Me dice, risueño, que al menos conserva buena la vista, y tras este ingenuo alarde no volvió a hablar más en un buen rato, hasta que terminó de cuadricular la tira. Tan pronto conseguía marcar el trazo desataba una sucesión de golpes sin respiro, un perpetuo ir y venir del brazo. Hace 26 años que se dedica a lo mismo. Todos los días, seis horas por día.

Salta de una chapa a la otra de pie, pero termina de rajar el canto sentado sobre un cojín sin guata. A ras del suelo, con las piernas estiradas, le daba más potencia al serrote que si estuviera inclinado, posición que a los habituales calambres del brazo le sumaría las punzadas en la cintura a las que tanto teme, porque le obligan a detenerse.

Al acabar el viejo echa mano a un escobillón y les sacude el polvo de encima. Luego agarra una guataca y limpia el trillo por el que trasladará las chapas, una a una, hasta arrimarlas a un lugar seguro.

Antes de llevarlas percute cada superficie con la yema de sus dedos, para descartar la presencia de “betas”. “Si la piedra suena fofa, bótala, que se rajará en par de días”. En caso de que supere la prueba, él termina de quitarle el polvillo con la mano, como agradeciéndole, con un gesto mesurado que tiene algo de delicadeza.

Se regocija íntimamente observando las chapas que deja listas para vender. Gastará varios segundos en su contemplación, de pie y encorvado, como si aún se mantuviera bajo el peso de alguna de ellas.

***

El viejo no tarda en rajar la segunda tira, aunque interrumpe rápido para ajustarse la cinta que lleva en el brazo derecho. “Este, que es el de la manigueta, ya lo tengo hecho polvo. La liga que ves —muerde un extremo, agarra el otro con la mano y estira— me la aprieto bien para que se ‘enduerma’ y me alivie un poco, cómo decirte, me anestesia y así puedo seguir dando serrote”, me dice Pablo, y de agrega que en las noches muchas veces ni con 10 tiras los latigazos le dejan dormir.

En su brazo derecho Pablo muestra una cinta con la que intenta calmar el dolor que le provoca su trabajo.

En los últimos tiempos su vitalidad también se ha visto menguada por la caída de un carretón de caballo. Cuenta que el animal paró en seco, y como venía entretenido salió por el aire. Al llegar al suelo, el hombro -fatalmente el derecho- se le lesionó con el impacto. “Te juro que yo lo creía troceado en dos pedazos. Estaba rabiando. Hasta que un vecino me hizo el favor de enderezarlo. ¿Tú viste el sonido que hace cuando se le parte el pescuezo a un pollo? Bueno, así se sintió aquello allá adentro”.

Desde hace un rato sus movimientos perdieron algo de rapidez, y sus golpes no tienen la misma agresividad. De una chapa a la otra se consumen sus energías, lentamente, hasta que hace otra pausa.

—Cojone, ahí se metió un caracol —rezonga al comprobar que el corte se le había desviado—. Ya este no tiene remedio. No hay manera de devolverle las medidas al canto. Si el cliente está de buenas se lo lleva, si no, me lo tengo que comer.

De la grieta extrae una concha amarilla, de minúsculas espirales, que lanza con rabia bien lejos de allí. “Tú las ves así de chiquitas, pero son más duras que la piedra. Fíjate que ni el serrote le entra, lo que hace es huirle, y por eso me desvía la hoja”.

En lo más alto de su banco, Pablo trabaja para sacar bolos. La imagen fue tomada el 11 de  mayo del 2021, año en el que se inició el contacto con el cantero.

Este tipo de contratiempos resulta mucho más común de lo que Pablo quisiera, pero no parece adaptarse. Tan pronto le ocurre se maldice, arremete contra su fatalismo, ignorando que los orígenes de su “fatal” recurrencia se remontan a millones de años atrás, cuando la tierra que ahora pisa pertenecía aún al reino de los mares y muchas de sus especies quedaban atrapadas, fosilizadas en un fango que al emerger a la superficie, se compactó en las enormes paredes que despalillan hoy, menesterosos, los canteros.

Pablo dice que se ha tropezado con erizos y hasta dientes de tiburón sacaron una vez de algún recoveco. “De esos nunca me han tocado. Una lástima, porque se venden de lo más bien a los turistas. Igual que unos caracoles gigantes que han aparecido en otras zonas. Muchacho, cuando vienen las caravanas de yipi esas te los quitan de las manos”.

Casi a las 11 de la mañana, el viejo comienza a cambiarse de ropa en una pequeña caseta, en la que también se refugia cuando le sorprende la lluvia. Allí deja su mochila con el pomo de agua y un pantalón menos gastado. Para ajustárselo, le arranca el cordón al que llevaba puesto hasta ese momento.

Se retira con pasos cortos y ágiles, sin mirar atrás, en una especie de carrerita que no detendrá hasta llegar a su casa.

Mientras Pablo marcha a su casa, el terreno rocoso del suelo muestra cuán diferente era el camino al interior de la cantera cuando  se explotaba más, y los camiones llegaban con frecuencia a buscar cantos el 8 de mayo del 2021.

***

Hace bastante tiempo que Pablo trabaja solo en la cantera, salvo las escasas ocasiones en que logra convencer a uno de sus primos para que le ayude a dar los cortes más complejos. Algunos años atrás dice que era más fácil asociarse porque en el mismo lugar cortaban 40 o 50 canteros; en tanto hoy, la CPA Antonio Berdayes solo dispone de 11.  

“Es que este canto no es fácil, hay que aprender a sacarlo, no solo con fuerza, sino con técnica. He traído jóvenes para acá que se pierden enseguida, me sacan las chapas chanfleadas. Tampoco resisten la manigueta con el serrote y desde que se enteraron que la cantera de la Bellotex era mucho más blandita, todos se fueron para allá. Este es mucho más duro, es verdad, pero mucho mejor, más resistente. Aquel es pura boronilla, un polvorón. Desde que los compradores prueban esta chapa se casan con nosotros, aunque sea más cara. Cuando el otro lo pagan a 20 pesos, este me lo quitan de la mano a 40 y hasta 50 pesos”.

Las chapas son agrupadas por Pablo y se acumulan en un rincón, esperando a que lleguen los posibles compradores

Durante las horas de trabajo los canteros de Guanábana no conversan entre ellos, ni siquiera se visitan a sus respectivos huecos de trabajo. Cuando el sol los obliga a marcharse, a veces se juntan y hablan de sucesos nimios, como lo caluroso que ha llegado el invierno esta temporada. Hoy, además de Pablo, se encuentra un dúo que serrucha una tira varios metros más adelante.

—Le hemos dicho que si necesita rodar un bolo nos avise, que le echamos una mano, pero nunca lo hace —me dice Néstor, un mulato larguirucho de ojos color verde botella. Él cuenta que el viejo siempre es dado a ofrecer su consejo a los colegas de labor, pero prefiere ir a lo seguro desde su soledad, sin dársela de “tipo duro” en este oficio que, según dice, es más duro que todos los canteros juntos. 

—A mí no me gusta joder a los demás, por eso me concentro en lo mío, y como aquel que dice, no pico un pedazo que luego no me pueda comer- me explica Pablo medio en broma, medio en serio, sin desconocer que en la soledad se duplican los riesgos.

—De entrada, si te haces una herida y necesitas ayuda puedes darte por muerto, porque nadie te escuchará. Aquí las paredes de tan altas bloquean el sonido, y aunque grites y se te salga el pulmón por la boca, nadie te escuchará —aclara Néstor, y a continuación recuerda la tarde en que le hacía palanca a un bolo para separarlo de la pared—. Sin darme cuenta aquel trozo de piedra hizo ‘un extraño’ y se le fue encima a uno de los que lo guiaba debajo. El hombre brincó como un gato, pero terminó con las piernas destrozadas.

El viejo acumula una extensa lista de vivencias similares que, décadas después, recuenta con el mismo espanto, como si, por ejemplo, volviera a estar delante de aquel hombre tendido en el suelo con un bolo encima del estómago. “Ese pobre echó sangre hasta por los ojos, que yo lo vi. No se movía ni hablaba ni na. Imagina que para quitarle la piedra de arriba éramos seis y no podíamos”.

Con casi 40 años de trabajo, él se considera un tipo afortunado. A qué puede deberse, si no a la suerte, que en todo este tiempo no tenga más cicatrices en su cuerpo que las que le han dejado sus imprudencias con el cuchillo de pelar ajos.

No ha podido librarse, en cambio, de un par de buenos sustos que le colocaron al borde de la tragedia. En una ocasión se dejó caer, “derrengao”, a poca distancia de una tira recién cortada, confiado de haberla calzado con una piedra que en realidad, jamás colocó. “Muchacho, aquella pared me vino parriba que jodía. Yo digo que ALGO me salvó, porque la tira hasta me mordió el pantalón sin tocarme la pierna. Estuvo a par de centímetros de desgraciarme la vida. Bueno, ese día me fui pa la casa y compré una botella de ron. Acababa de nacer”.

***

Los canteros definen su oficio -no sin cierto orgullo- como una máquina de demoler hombres. La mayoría empieza saludable, pero apenas pasan los primeros años el trabajo los arrolla, los estraga, los reseca; una realidad que bien conoce Elduin Ramírez Santana, director de la UEB de aseguramiento, servicio y transporte de la Empresa Genética de Matanzas, quien tiene bajo su mando otra de las canteras ubicadas en Guanábana, cerca de la de Pablo.

“Es un trabajo de animales, en el que entran de madrugada, cuando llueve no pueden trabajar y en caso de que lo logren, se los come la plaga de mosquitos. Honestamente, no es pago con nada”.

Muchos de los canteros comienzan a corta edad, como herederos de una tradición familiar que, sin embargo, con frecuencia deben abandonar de forma prematura, sometidos por las calamidades que le trae a su salud no solo la conformación de la chapa, sino también su estiba. A veces deben caminar 40 o hasta 50 metros con el canto encima, para acercarlo a un camión que no pudo atravesar rutas dominadas por una vegetación que resulta igual de infranqueable que los paredones.

—Sin ir más lejos, hace poco uno de mis trabajadores con 45 años me pidió la baja —refiere Idelis Quiñones Matos, directora de la Empresa Materiales de la Construcción—. Y era uno de los mejores. Un hombre corpulento, fuerte en apariencia, pero ya debilitado por la ciatalgia, la bursitis, no podía más. Prefirió irse a una finca a cuidar animales que quedarse en la cantera. 

La cooperativa Antonio Berdayes, por su parte, aunque administra dos canteras solo tiene una en explotación —a la que está vinculado Pablo—; la otra permanece abandonada debido a la ausencia de personal. Un hecho que, lejos de ser exclusivo, se extiende por la provincia e influyó, por ejemplo, que en todo el 2023 Matanzas cumpliera solo un 7 % con su plan anual de entrega de cantos, cuando en ocho de sus 13 municipios dispone de decenas de canteras.

La desproporción se vuelve más alarmante al escuchar a Armando Falcón Hernández, funcionario del Gobierno provincial, que en entrevista al Periódico Granma publicada el año anterior refirió que en un territorio como Matanzas, “el canto es oro, pues ya no recibe cemento para producir bloques. Es el elemento de pared de primera opción, no requiere de combustible, todo es manual, y únicamente hace falta gente con habilidades para cortarlo y extraerlo”.

En el mismo trabajo se enfatizaba el hecho de que, quizá como en ningún otro lugar de Cuba, en Matanzas la mayoría de las viviendas está construida sobre la base de estas piedras calizas.

No en vano los directivos entrevistados para la redacción de este texto definen la ausencia de relevo generacional como un problema grave, aunque no el único al que deben prestarle atención, pues también debe corregirse «¡URGENTE!» la explotación ilegal de las canteras, fenómeno desde hace años incontenible, crónico.

“He tenido días en los que me encuentro a 20 o 30 personas sacando chapas, cuando la cooperativa solo tiene 11 trabajadores”, cuenta Mariela Quintana Leyva, presidenta de la CPA Antonio Berdayes.

De tan expandida que se encuentra la situación, la directora de la empresa Materiales de la Construcción asegura que la cifra de cantos producida en la provincia es intangible ahora mismo, una “metáfora”, porque si bien los trabajadores vinculados al Estado tienen una norma mensual de entrega de chapas, la suma de esas unidades no es representativa frente a los niveles —notablemente superiores— de extracción ilegal que nadie cuantifica.

“Te voy a contar bien cómo funcionan las cosas allí adentro. Los canteros más antiguos se hacen prácticamente dueños, por llamarlo de algún modo, de los bancos en los que han trabajado toda su vida. Entonces llega el momento en que deciden pagarle a otros para que les saquen las chapas, y así se van insertando personas que nada tienen que ver con las instituciones que deben conducir el trabajo”.

Por eso Pablo también decidió trabajar solo, en primera para tomar distancia de estas presencias colaterales que merodean el lugar; pero en segundo, porque prefiere cortarse las manos antes que pagar un corte de barreta. Si no puede ayudarlo su primo, corta el bolo más pequeño y listo.

En otros tiempos Elduin Ramírez ha intentado meter en cintura este desorden, y en una ocasión se apoyó incluso en la policía, pero poco después todo siguió igual. “El jefe de nosotros en la cantera se ha tenido que fajar a los machetes con los ilegales, es tremendo lo que se llega a formar allá abajo”.

“Son indomables, hijo, te lo digo yo, los canteros son indomables. La verdad que a veces no quisiera que la cantera estuviera en el patrimonio de la cooperativa… Son indomables… Si a ellos le entras por las malas no consigues nada. Y por las buenas, más o menos. Ellos te escuchan, pero cuando viras la espalda, nada, vuelven a lo mismo”, dice Mariela Quintana.

Ella reconoce que en gran medida, la venta ilegal se debe a la diferencia entre el precio al que las empresas estatales pagan la chapa y el que los canteros se la venden a los particulares. “Nosotros en la cooperativa se la pagamos a 25 pesos, pero en la calle sé que la venden a casi el doble”.

Los directivos apuestan a la formación de una mipyme en los próximos meses como la vía más inmediata para controlar este desajuste. Con el nuevo mecanismo pretenden crear un fondo monetario que les permita desembolsar sumas más acordes a las informales, con el fin de retener la mayor parte del canto. 

Sin embargo, Quintana Leyva no se muestra demasiado optimista con la iniciativa. “Ya veremos de aquí allá… recuerda lo que te digo, ellos son indomables”.

***

Con el empleo insistente del término la directiva enfatiza una cualidad que, a su entender, no solo define a los que trabajan sin autorización, sino a los canteros en sentido general y a sus subordinados en particular, quienes incumplen cada mes con la entrega de chapas pactada con la cooperativa.

“En un inicio ellos debían entregar 300 mensuales, pero luego se la bajamos a 250. Incluso así, desde que comencé a dirigir hace cuatro años ninguno me ha cumplido. A duras penas el que más entrega llega a 100. La mayoría se queda en 50 al mes, cuando yo sé de canteros de allí mismo que sacan entre 150 y hasta 200 chapas en un día”, se queja Mariela Quintana.

Hace una pausa para sacar del fondo de un gavetero el expediente técnico de la cantera. Localiza una calculadora y sin levantar la vista retoma su punto: “Mira, para que te lleves una idea más clara de lo que digo, en octubre del año pasado la sumatoria de lo que me entregaron cinco trabajadores apenas llegó a 270. ¿Escuchaste eso?, 270 chapas entre cinco personas…”.

Por irónico que parezca, estas minucias representan en sí mismas una ventaja respecto a la presidencia anterior, periodo en el que asegura Mariela, la cooperativa no vio pasar un solo canto.

“Y mira a tu alrededor… ¿no crees que necesitamos un poco aquí mismo? —dice y espera unos segundos para que observe el local donde radica, ciertamente oscuro, maltrecho, de precaria estructura—. Y por otro lado, vemos salir a los camiones particulares cargados de la cantera. Nosotros les permitimos incluso que cuando cumplan con nuestra norma, vendan lo que sean capaces de producir al que se lo demande, pero en la práctica con quien único incumplen es conmigo”.

—¿Y no puede tomar alguna medida para corregir esta situación? —averiguo.

—Como te dije, con ellos por las malas no logras nada.

—Ahora tampoco está consiguiendo mucho.

—Honestamente no he querido sancionar a ninguno. Siempre pienso que tienen familias y niños que alimentar… y bueno, como tampoco les puedo suministrar la mayor parte de los implementos que utilizan. Aquí en Cuba no existe una fábrica que produzca serrotes, por ejemplo.

Dice Pablo que a él le costó 10 000 pesos, y que cada cantero debe apropiarse de más de uno para facilitar los cortes según el grosor de la piedra. De cualquier forma, ni siquiera con la presencia de un mercado mayorista en el país, Mariela asegura que podría aprovisionar a sus trabajadores, pues su cooperativa se encuentra prácticamente sin fondos, y las ganancias que le reportan los canteros no le dan ni para un par de botas.

Hace dos meses que no recoge un canto. La ausencia de combustibles que azota el país le ha impedido trasladarse los más de 10 km que le separan de la cantera, para cargar las producciones acumuladas.

“En otras oportunidades he conseguido el petróleo para el viaje, y quién te dice a ti que cuando llego a liquidarles el mes, tengo que virar con el camión vacío porque ya vendieron todas sus chapas. Entonces, ¿cómo darles una atención diferenciada? Ojo, yo sé que la llevan, porque para mí ellos son mineros y ya en Cuba casi no hay minas… fíjate como te hablo. Solo que no ponen de su parte”.

Como Pablo se jubiló hace dos años no está obligado a cumplir con ninguna norma. A todo reventar, les entrega 50 cantos cada mes. Mariela reconoce que es de los que mejor le trabaja; y en consecuencia, siempre que puede, asume toda su producción, aunque se la pague al precio con que lo vende a los particulares. “Ese viejo le sabe a eso, las chapas que saca puedes llevártelas confiada, que no se parten”.

***

De vez en cuando roban en la cantera. Al mismo viejo le han “tumbao” algunas de sus producciones que, al día siguiente, al llegar y ver el desastre, le dan ganas de llorar de pura rabia. No obstante, confiesa que en sentido general los canteros se respetan y al menos a él le ha sucedido poco porque la mayoría de sus colegas lo necesitan para darle “traba” a sus serrotes. No confían en nadie más en Guanábana para limar y separar los dientes del instrumento, seguros de que ante el menor fallo en la operación, deben botar los serrotes y con ellos, los 10 000 pesos que les costó.

La cercanía de su casa a la cantera también favorece la custodia de las chapas. Desde que llega el viejo mantiene la vigilia, presto a actuar ante cualquier “movimiento extraño” en la zona. Dice que echa las horas sentado en el portal, aletargado pero nunca dormido, eso sí, mientras se deja llevar por el tarareo de “La basurita” o cualquier otra ranchera que se le atraviese en la cabeza.

Pablo intercepta, frente a su casa, un tractor que salía cargado para ver si eran sus chapas, al mediodía del 13 de enero del 2024. Esta carretera es la única entrada y salida al lugar.

“Esa es la vida mía. Me sacan del bache cuando me coge el gorrión. Lo despluman” —sonríe y me señala el sillón en el que suele descansar. Su casa, de puntal bajo y techo de zinc, se encuentra rodeada por un gran patio de tierra en el que ha sembrado algunos platanales y uvas caletas.

A un costado también sembró hace años una mata de aguacate, de la que cuelga un par de zapatos.

“Se los puse para que retoñara, pero no le ha hecho ni cosquillas”- aparece Xiomara Gutiérrez Isán, quien fue esposa de uno de sus hermanos mayores. Aunque ya se separaron, decidió que “Pablito” se quedara viviendo con ella, como un hijo más. “Ese hombre es mío hace cuarenta años. Y a estas alturas, estoy convencida de que será quien me cuide cuando ya no me pueda valer”.

El viejo avanza directo a la terraza, discreta prolongación del fondo de la cocina. Allí, con una jarra de agua en la mano, espera a que Xiomara le sirva el café. La mujer aprovecha su estancia para espantar a un par de gallinas que se “empeñan” en cagarle el piso.

“Se me han puesto flacas en estos días —me dice—. Lo único que están comiendo es cáscara de viandas salcochada, bien picoteaditas. Es que un saco de maíz vale diez mil pesos. El tema de la comida se ha puesto muy difícil mijo”. 

Cada mes, Pablo le cede íntegramente su chequera de jubilación para ayudarla y poder comprar… “¿comprar qué? —interrumpe ella—. Un file de huevo cuanto más, porque ni una bolsa de pan mijo, no alcanza para más. Con Pablito acabaron. Lo retiraron con 1 400 pesos y mira que tiene años trabajados ese hombre”.

Él le sigue la rima y repite que le hicieron una injusticia, que trabajó más de 40 años y total, pa lo que sirvió. Apenas le tuvieron en cuenta sus etapa de servicio en la cooperativa, como si la gente no supiera que él está pegao al trabajo desde los 18.

Mariela Quintana sí lo sabe, de hecho, no se atrevería a dudar de su palabra, pero al mismo tiempo dice que hasta ahora maga no es, y le resultó imposible justificar 40 años de experiencia laboral, cuando ni siquiera tenía expediente en la cooperativa.

“Como te dije, era mucho el mal manejo que había antes de llegar. Incluido el control del personal. Él no tenía archivo ninguno allí. Entre la jurídica y yo salimos a entrevistar conocidos y tomar declaraciones, como si fuéramos policías. De esta forma le logramos llenar 28 años de trabajo, cuando yo solo llevaba dos en la dirección.

“¿Dónde estuvo el problema? —remata Mariela— Que en todos esos años él también olvidaba cumplir con la norma. Y créeme, no ha sido de los peores. En los cuatro años que llevo hay canteros a los que le he reportado solo dos, porque la suma de sus entregas no les justifica nada más… A mí honestamente me dio pena con Pablito, pero no pude hacer más por él”.

Al viejo no le quedó más remedio que complementar su jubilación con la venta de chapas a todo el que se le pare delante, aunque asegura que en el último periodo se ha espaciado bastante la presencia de compradores. “Con la crisis del combustible se lo piensan más para llegar hasta este hueco. Además, con el problema para sacar efectivo y toda esa jodedera, se demoran mucho entre un viaje y otro”.

En cambio, él intenta no desanimarse y acumular todo el canto que pueda. Alguien ya los necesitará. No falla siquiera los domingos.

“Si estoy en la casa y no hay nada que hacer, prefiero adelantar con alguna tira que quedarme mirando al techo. Yo nunca le he huido a la cantera. Ni cuando se trabajaba a base de pico y hacha. Aquello sí era fuerte. Nos demorábamos más y pagaban menos”.

—O sea, ¿que ahora es más cómodo el trabajo?

—No jodas, esto es duro como quieras que lo mires. Es un trabajo de esclavos. A ver, ¿pa dónde mandaron a Martí cuando quisieron castigarlo?

—¿Por qué entonces te quedaste con este oficio?

Qué sé yo… O bueno sí, porque no tenía que estar cogiendo guagua ni dormir lejos de la casa. Y porque si quiero saco canto, si no me siento bien no voy a ningún lado y ya. Siento que tengo más libertad.

—Pero acaba de decirme que es trabajo de esclavos.

—Es verdad… suena extraño eso ¿eh? Pero sí, creo que sí.

Su rostro mantiene una simple e ingenua alegría que ni el desgaste de su oficio pervierte, quizá porque en su hábito de ir cada día a la cantera se esconde un imperativo que lo somete y al mismo tiempo le satisface… y hasta disfruta, como disfrutamos muchas veces lo que nos hace padecer, ya sea por terquedad, capricho, o vaya a saber qué motivo.

 

“Aguanta, te puedo dar uno: cuando mi padre vino para Matanzas se pegó a trabajar en la cantera. Todavía con 80 años iba a sacar chapas, hasta que mi hermano y yo decidimos, un buen día decirle que no podía ir más para allá, que mejor se quedara en casa para cuidar su salud. Lo único que conseguimos fue empeorarlo, y al poco tiempo murió. Yo siempre me parecí mucho al viejo. Y temo que a estas alturas me pase lo mismo. Puede que sea eso… igual no me gusta pensar demasiado… a ver, ¿por qué no escuchamos una ranchera?”

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Sobre el autor: Ayose García Naranjo

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