Tanto como viajar, un mochilero disfrutará el regreso, que no es más que ese instante, al llegar a la línea del horizonte, en el que comprenderá por enésima vez que es inalcanzable y no le quedará otro destino que volver sobre sus pasos al inicio: su hogar.
Luego de un prolongado período de tiempo, cuando ya ha explorado cada centímetro del rincón escogido para desatar sus ansias de viajero, por algunos momentos precisará reencontrarse con su tierra. Es ahí cuando apreciará las bondades que también posee su barrio, y hasta extrañará la calidez de esos rostros familiares, casi con la misma fuerza con que buscaba entablar un vínculo con personas y parajes desconocidos.
Tal vez sea esa la esencia que habita en los seres ávidos de aventuras y emociones, siempre prestos a tomar la mochila y alejarse. Sin duda, desde la distancia, se aprecian mejor los valores de ciertos lugares; entonces comienza a sentir esa morriña que le hace idealizar toda cosa que dejó atrás. Si en un principio desesperaba por huir, al punto de sufrir una falta de oxígeno que le oprimía los sentidos, enturbiando los espacios que ocupaba; con el paso de los días y la distancia, entenderá cuán importante le es esa geografía donde transcurre su cotidianidad, y su existencia cobra sentido.
Uno necesita saber que pertenece a algún sitio donde están sembrados sus ancestros, donde corrió de niño, se raspó la rodilla y vivió el vértigo del amor adoelscente. Justo hasta allí irá su mente. Incluso, cuando se encuentre con los paisajes más hermosos, algo: un simple sonido, una vaga señal, le llevará a donde le aguardan sus libros y el cariño sincero de los suyos.
Por más empatía que despierte en las personas recién conocidas, nunca ocupará ese lugar especial donde permanecen sus amigos de la infancia y familiares cercanos, esos que le vieron crecer y cómo a fuerza de rasguños y tropezones construyó su personalidad.
Llegado el punto del regreso, sentirá cierta inquietud al rehacer la mochila, y no pondrá igual cuidado al organizarla. Siempre estará esa zozobra dentro de uno, así en la ida como en la vuelta, sobre todo cuando se pregunta si olvidó algo, con la diferencia de que, si a la partida dejó una linterna o una agenda de notas, sabrá que la reencontrará días después; en cambio, cuando una prenda se queda en el sitio visitado, la dará por pérdida y no realizará ninguna gestión por adquirirla; se trata de una especie de pacto tácito que formará parte del recuerdo de aquel viaje.
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Cuando pienso en El Nicho, me viene a la mente una gorra blanca que dejé extraviada, y entonces la aventura adquiere otra significación; es como si al dejar parte de mí allí surgiera una conexión especial.
Son muchas las emociones que se agolpan durante el regreso, casi las mismas que se experimentan durante los preparativos para iniciar la excursión. Aunque solo se haya alejado algunos días al recorrer las calles de su ciudad buscará, a veces sin mucho éxito, alguna transformación o un rasgo novedoso que despierte su asombro. A la larga entenderá que todo permanecerá igual, aunque quizá un poco más querible, amable, porque solo en la lejanía se descubre cuánto se necesita de ese lugar para vivir.
Si nació en una ciudad costera, el olor del mar le llegará a kilómetros de distancia. Es probable que sea lo que más añore al pasar los días: las olas, la bahía.
Si bien, cuando realizaba mis recorridos en tren, observaba maravillado cómo los pasajeros se incorporaban de sus asientos para admirar la inmensa rada matancera, mis sentidos me anunciaban la proximidad de la ciudad desde las cercanías de Limonar. El salitre me abrazaba con sus manos invisibles para tirar de mis fosas nasales, delicadamente, como abrazo al hijo pródigo.
Cada vez que escucho el tema De vuelta a casa, de Carlos Varela, me pienso con una mochila al hombro, deseoso del retorno, lo mismo trepando un camión en el kilómetro 259 de la Autopista, en Santa Clara; que procurando la sombra del mediodía bajo el elevado de Ranchuelo; que dormitando en la inmensa terminal de ferrocarril de Santiago de Cuba; recuerdos todos que poseen un rasgo común: el rostro cansado del viajero y su deseo oculto por reencontrarse con su mar.
Mas, con el paso de los días, al mochilero volverá a embargarle esa sensación de hastío y las ganas de escapar de todo eso que hasta ayer tanto extrañaba; luego, localizará la mochila en algún rincón del cuarto, para reiniciar así la espiral infinita que compone su vida: las ansias por partir, conocer, y siempre regresar.