Alguna vez creí en el amor idílico, ese que profesa la perfección y que, o se eterniza en el tiempo o lleva a la muerte, como aquella historia de los amantes de Verona, que Shakespeare versionó para el teatro y se volvió una de sus tragedias más famosas.
Y lo defendía como San Valentín, el sacerdote que en secreto celebraba matrimonios en la Roma del siglo III, en tiempos en que las ataduras y vínculos sentimentales se consideraban debilidad.
Con los años entendí que ni todas las relaciones son duraderas ni el amor es tan idílico ni mucho menos es solo cosa de parejas.
Apenas era una niña cuando las incongruencias de mis padres los llevaron a la ruptura, y se volvió la primera relación con final no tan feliz que conocí, hasta que llegué a mis propias experiencias.
Desde entonces supe que el amor va más allá de trajes blancos y oficialismos, que se construye día a día y si no lo atiendes debidamente las promesas y firmas quedan escritas en hielo, pero que si lo cuidas puede sobrevivir a las mayores pruebas.
Mis abuelos eran más jóvenes que Romeo y Julieta cuando se conocieron, y casi siete décadas después continúan el camino juntos. Su relación no ha sido perfecta, ¡qué va! ¡Solo hay que verlos! De vez en cuando llegan quejas y reclamos por fechorías o deslices de antaño, pero también la preocupación ante una calentura o una tos o un silbido en la respiración fuera de lo normal. Juntos se han sobrepuesto hasta a la pérdida de un hijo.
Aprendí que el amor trasciende sexos, colores y religiones, que no siempre es de dos, y puede ser tan pequeño como un espermatozoide o infinito como el universo.
No es perfecto, pero salva. Salva cuando crees que el mundo es oscuro y una manita te aprieta un dedo para demostrarte que también tiene luz; cuando un estómago vacío recibe alimentos inesperadamente y por puro acto de piedad; cuando un hospital entero se activa y une para mantener un corazón latiendo.
Está ahí: en la familia que le devuelve los sueños al niño antes sin hogar, en la nieta que se rehusó a abandonar a la abuela por ropas de marcas y el Mercedes del año, en el diente bajo la almohada que se convierte en caramelo, en la mascota que acompaña, en la paloma que alza vuelo entre cañones.
A pesar de mis desmanes, sigo creyendo en él, porque nunca ha sido el culpable de los infortunios, sino las malas decisiones; porque la vida no es en blanco y negro y los tonos grises sí existen, y detrás de una lágrima hay un mundo esperando por sorprender.
El amor también está en las pequeñas cosas, en los regalos inmateriales, detrás de las sonrisas que desbordan, de las manos extendidas, de los sueños compartidos, de cada gesto que se haga desde y con el corazón.