Era muy pequeña la primera vez que me disfracé de Piedad, tanto que apenas sabía leer. Fue mi mamá quien me ayudó a memorizar, repitiéndome hasta el cansancio mis intervenciones en aquel dramatizado donde imitaba a la niña que adoraba a su muñeca negra.
Aunque lo quise, nunca logré que me escogieran para Pilar, siempre fui o la mala Magdalena o una de las señoras, que como flores estaban debajo de las sombrillas. Y en alguna ocasión, me transformé en Nené, la traviesa, en fechas cercanas al 28 de enero, cuando recordar al Apóstol se vuelve inevitable.
Pasaron los años y la obra martiana continuó siendo mi referente. De los Versos Sencillos me incliné por La bailarina española, La niña de Guatemala y El enemigo brutal; los compartía en todos los espacios, incluso en los hogareños, donde tenía un público especial que me llenaba de besos tras cada declamación.
De la savia del Maestro me fui nutriendo más allá de ámbitos escolares. Siempre tuve a mi alcance, en el estante de la sala de casa, los 27 tomos de las Obras Completas que alguna vez adquirió mi familia y a los que acudía con frecuencia, y no solo para desempolvarlos en días de limpieza.
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Mucho leí y aún leo a José Martí: desde las cartas desbordantes de amor a su hermana Amelia, hasta sus discursos y manifiestos, que siguen tan vitales a dos siglos de haberse escrito.
Su obra logró que me decantara por las letras, y asimismo que me sedujera la historia.
De su estilo, me apropié de esa necesidad imperiosa de poner comas delante de las “y de enlace”, y su vocabulario ayudó a enriquecer el mío, aunque ciertamente aún me queda mucho por leer.
En sus páginas aprendí a amar más allá de colores y razas; a compartir con los necesitados, incluso mis preferidos “zapaticos de rosa”; a proteger los libros como tesoros; a defender mis ideales con la pluma y con los actos; a contribuir, desde mi modesto granito de arena, a que la sociedad en la que vivo sea de los humildes y para los humildes, como tanto quiso el Maestro.
Y justamente ahí es donde creo que más presente debe estar el legado martiano: en nuestros actos. En esos que nos identifican como persona, y que dicen más que cientos de palabras vanas.
A 171 años de su natalicio, Martí renace en cada gesto de amor, en cada nuevo conocimiento adquirido, en cada virtud desarrollada, en cada ejemplo que damos ante el mundo, que es tan grande como el orbe y tan pequeño como nuestro pedazo de tierra.
Empecemos por ahí, por el microentorno: por nuestra ciudad y nuestra familia. Empecemos por ahí a ser generosos, luchadores y virtuosos, y seremos más martianos que nunca. (Ilustración: Dyan Barceló)