Enero: el mes perenne de los años fugaces

Paisaje de la bahía de Matanzas en Cuba

¿Cómo no aferrarnos a estos días iniciáticos, previsores de las alegrías

y los disgustos de todo un año? Foto: Raúl Navarro González

Ya no considero que el mes más especial del año sea diciembre, pese a Santa Claus y sus regalos caídos del cielo y del sacrificio familiar. Tampoco mayo, el de la lluvia que promete tanto buena suerte como resfriados pronosticables. Ni agosto, el de las vacaciones para casi, casi, todo el mundo. Cada vez estoy más convencido de que ese podio destacado lo ocupa enero.

¿Cómo no va a ser el más especial si es el que se anticipa a todo, el que juega a ser sabio, el que está siempre a la viva y nos advierte de lo inminente aunque no conozcamos su naturaleza?

Al menos durante los primeros días, nos saca las sonrisas vírgenes antes de estrenar los pesares ocultos entre las 365 cajitas de Pandora correspondientes. Nos lleva de paseo por una vida previa a cada acechante subida de precios, a cada producto revendido, a cada queja con respecto al calor tan nuestro que está por arreciar en unas cuantas lunas llenas, pero también a cada guiño de ojo e inesperado roce a escondidas, a cada recompensa merecida por doblar el lomo o abrazo postergado de aquella persona que jamás creímos volver a ver.

O sea, un buen enero es el boleto anímico a cada alegría o disgusto diseminados en el futuro antes del enero próximo, sobre todo en esta Matanzas indecisa como el clima que en 24 horas intercala el frío con el calor, donde la bahía neblinosa y fría del amanecer acaba invitándote a su seno cuando llega el mediodía que raja las piedras, y a este le sucede una tarde noche gélida que la nieve nunca ha conocido. Si tan inciertos como nuestros radares van a ser todos los años, ¿cómo no aferrarnos al máximo a esta antesala que, al menos, nos proporciona a todos el estado común de la expectación?

No hace falta sumar velitas en su transcurso, como es mi caso, para sentir una extraña zozobra. Me refiero a ese reciclaje interior, tan difícil de descifrar como la vida misma, que parece fijado con una chincheta a este recuadro del almanaque tan puntual, iniciático y, por tanto, temerario. ¡Como si se volviera a nacer! Los tibetanos definirían tal sensación como vaciado espiritual, pero aún no he trepado al Everest para comprobarlo ni ello parece inscrito entre mis planes, si bien todavía tengo la Loma del Pan pendiente y por una razón u otra se pospone de década en década.

Casi siempre ocurre dicha zozobra cuando nos equivocamos a la primera o a la segunda ocasión, en que numeramos el año nuevo que vivimos, como si siguiéramos sentenciados al anterior y Cronos nos hubiera condenado a errar en la libreta al escribir la fecha encima del asunto de la clase, o a “soltar la pifia” frente a otros que la señalan con risas cuando en realidad tampoco ellos se acostumbran a decir 2024, a saberse pasajeros del 2024.

En estos instantes y el inevitable “Qué rápido sucede todo últimamente”, por lo general, es justo cuando nos reciclamos por dentro, con las piezas mejor o peor encajadas. Ahí descubrimos si conservamos la energía para apuntar metas a corto, mediano y largo plazo, o si en cambio preferimos esperar a que se cumplan las apuntadas hace un lustro o varios decenios atrás.

Ni siquiera la Navidad o la Nochevieja son ya igual de inamovibles ni es tan fácil esgrimirlas como fechas perpetuas para la comunión de sensaciones, pues entre familias más o menos completas físicamente y menús que varían de hogar en hogar y de mesa en mesa hasta el asombro absoluto, la heterogeneidad de celebración está instalada de punta a punta de una Matanzas, de una Cuba. Mientras, enero conduce a todos a un mismo punto, sin necesidad de adornos ni tradiciones. Es un peaje inevitable: el común denominador de nuestra capacidad de soñar.

Cuando se ha esfumado el 31 de diciembre como la espuma de Lager, o de Parranda; cuando se abren los ojos y el lugar, en ciertas coordenadas, es “planeta Tierra, casa de alquiler en Varadero, año 2024”, o “planeta Tierra, cama de la sala, casa de mi solar, año 2024”; tanto quien estrena calendario con la misma ilusión que un nuevo protector para el móvil, como quien de tanta heterogeneidad no tuvo con qué celebrar según quería, se detienen por un segundo antes de su siguiente actividad, ya sea dar tumbos sin zapatos por la arena y meterse al mar o salir a luchar en día feriado alguna vianda que echar en la jaba. Ambos vierten sus esperanzas a granel en esos cuatro dígitos, para que el año no arrebate lo que ya se tiene, para que ofrezca lo que se ansía tener.

Da lo mismo 2024, 2025 o cualquiera de los 1990. Los años son fugaces y sobran, llegan y se van, en ese sentido se asemejan a las mareas. Solo el sentimiento expectante de este mes puntual, primerizo e iniciático, es perenne como un escollo firme contra el tiempo y sus embates.

Al contrario que la subida de precios y los roces a escondidas, enero y su cabida a la ilusión permanecen, y la capacidad de soñar, y los instantes de duda y zozobra en que nos sentimos renacer.


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