Se notaba el desconcierto en su rostro cuando pronunció su respuesta: “¿Entrevistarme a mí? ¿Para qué?”. Me había acercado, con propósitos periodísticos, a un artista muy conocido, uno de esos a quienes todos sus alumnos agradecen los triunfos, con montones de exposiciones y talento de sobra demostrado; sin embargo, le causaba un asombro genuino, casi infantil, que alguien se interesara por su persona.
En aquel momento no supe cómo explicármelo, acostumbrada como todo reportero a que muchos se den más “bombo” del que realmente les toca. Ahora me doy cuenta de que el maestro era un típico caso del Síndrome del Impostor, condición que se caracteriza por un miedo de ser descubierto como “fraude” a pesar de evidencias concretas de competencia y logros.
Aunque en los manuales diagnósticos no está reconocido como un trastorno mental, se trata de una experiencia psicológica significativa que afecta a individuos de todos los ámbitos de la vida. El término fue acuñado en 1978 por la psicóloga clínica Pauline Clance, quien admite que ella misma lo sufrió en su etapa escolar.
En el corazón del Síndrome del Impostor yace una lucha interna entre el éxito aparentado y la autopercepción. Las personas que lo experimentan suelen atribuir sus triunfos a factores externos, como la suerte o la ayuda de otros, en lugar de reconocer su propia habilidad y dedicación; por tanto, resulta evidente que este patrón de pensamiento genera una ansiedad persistente, altos niveles de estrés laboral y bajas expectativas ante el resultado del trabajo.
Por supuesto, es completamente normal que ante un nuevo puesto o responsabilidad sintamos inseguridad, esa sensación de zozobra que tiende a desaparecer en pocos días, cuando nos acostumbramos al cambio. Lo verdaderamente patológico e invalidante es que te acompañe siempre el miedo a que, de pronto, alguien se dé cuenta de que “no eres para tanto”.
Los expertos señalan dos posibles causas para este malestar. Por un lado, una baja autoestima ocasionada por heridas no curadas de la niñez: cuando no tienes el mismo aprovechamiento escolar que tus hermanos, o te desarrollas en entornos académicos que no celebran los esfuerzos y los fracasos como parte integral del crecimiento.
Por otro, ya en la edad adulta, puede desencadenarse por un perfeccionismo exagerado combinado con expectativas muy altas de lo que es el éxito. En entornos altamente competitivos, las personas sienten una carga abrumadora para cumplir con estándares inalcanzables.
Por supuesto, nadie se dice a sí mismo de manera consciente: “soy una estafa”, es más bien algo que tiene que ver con nuestro diálogo interno, con cómo nos hablamos a nosotros mismos. Muchos, cuando oyen acerca del tema, se reconocen en estos síntomas, pues en entornos académicos se plantea que siete de cada 10 personas los han experimentado al menos una vez en la vida.
Si tú te cuentas entre ellos, ten presente que superar el Síndrome del Impostor implica un complejo proceso de autoevaluación y cambio de patrones de pensamiento.
Aceptemos y congratulémonos por los éxitos propios, reconozcamos que no se los debemos a la casualidad, a “estar en el momento y lugar correctos”, y entendamos que cada error forma parte del aprendizaje.
La construcción de la autoconfianza a través de la celebración de los logros, grandes o pequeños, puede contrarrestar los patrones de pensamiento autodestructivos. Para empezar por algo sencillo, la próxima vez que alguien alabe tu actitud, trabajo o carrera, sin justificarte o restarle importancia, responde tan solo un “¡Gracias!”.
Aunque no lo parezca en un sentimiento muy común. Todos lo hemos experimentado alguna vez, y otros como yo, lo llevaremos a cuesta toda la vida, aunque seamos conscientes de ello. Muy buen artículo. Gracias Giselle.