Tengo una idea recurrente este fin de semana que celebramos Halloween o como queramos decirle. Por lo menos intentamos realizar lo concerniente a los disfraces. ¡Pobre niño que vaya a pedirme dulces a mi casa! Creo que en el refrigerador me quedan unos caramelos “rompequijás” para cuando a mi madre le baje la presión y un almíbar en el fondo de un jarro de aluminio que alguna vez fue dulce de frutabomba. Lo máximo que puedo hacer por ellos es invitarlos a que me acompañen a una misión encubierta para robar par de cucharadas de leche en polvo sin que nadie se despierte en la casa; si no, después empieza la pelea de que esa está reservada para el desayuno y para preparar cortadito con el café.
Me fui un poco del tema. Disculpen. Ello me sucede cuando mucho me ronda por la cabeza, ¿y a quién en estos momentos no le ronda mucho por la cabeza con la proporción de kilómetros a caminar diarios y el precio de un par de zapatos nuevos? Como les decía, he tenido una idea recurrente relacionada con Halloween: los cubanos somos muy poco creativos a la hora de disfrazarnos. No hablo de dónde sacar una máscara aquí –aunque más de uno ande con el rostro oculto y jure por su madre que ese es el verdadero y piense que nosotros le creemos, solo nos hacemos los bobos, asere– o en qué lugar conseguir tela o papier mache, sino de la temática a elegir.
Los zombies me aburren. Ellos caminan muy lento. En una parada de guagua no darían la talla, se quedarían ahí, escarranchados en la puerta y eso sería si logran montar. No sé qué combustible usan las escobas de las brujas –diésel, gasolina o crudo nacional–, pero igual está duro el kilometraje para ir al aquelarre. Escasean los collares antipulgas si te decantas por un hombre lobo y las vendas no abundan en los hospitales, por si, muy fugazmente, se te ocurrió ir de momia.
Ante este dilema y ya que está en boga el tema del colonialismo cultural, se me ocurrió que no existe motivo para tocar la puerta en un lúgubre castillo en Transilvania para pedirle prestada una capa al viejo Drácula y de paso unos Converses All Star, si aquí en esta Isla tenemos variedad de opciones para disfrazarnos: todo endémicos, todos que asustan en cierta medida.
Pienso, por ejemplo, que te puedes disfrazar de botero. Incluso esta modalidad posee dos versiones: la de carro y la de moto. Si escoges la primera resuelves con una bermuda, un par de chancletas de artesano, una riñonera y un pulovito genérico. En la segunda te enganchas un jean, una enguatada, una máscara que parece que sacaron de alguna versión de Call of Duty y unas guantillas gastadas. En ambos casos, si quieres que la representación te quede lo más real posible, debes repetir con frecuencia: «¡Taixi! ¡Taixi! ¡Taixi!»
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Hay uno clásico: el de recepcionista. Aquí, incluso, lo esencial no resulta la ropa, sino los utensilios. No puede faltar el pomito de pintura de uñas y la brochita. Si estás dispuesto a ser más perfomático y no te molesta cargar peso extra, te llevas para la fiesta una computadora vieja, una Pentium o algo así, con su backup y su monitor culón, y en medio de la actividad echas dos o tres partiditas de Detective o Zuma Deluxe.
Siempre puedes optar por el de cuadro. Este en realidad resulta bastante simple de lograr: una camisa a cuadros –¿por este motivo le diremos así?– con par de bolígrafos y bajo el brazo una agenda. Como verán, solicita muy pocos recursos. Lo difícil, realmente, constituye la transformación léxica. Por ejemplo, cambiar el verbo llegar por incorporar y comenzar a llamar a la gente por su apellido, no por el nombre de pila, y anteponerle la palabra compañero.
Siempre a mano tendrás el de especulador cubano. Este, por desgracia, solicita una inversión fuerte. Como mínimo, cuatro o cinco cadenas de oro, u oro fantasía si te encuentras muy apretado de presupuesto para armar esta fantasía. Te pinchas los dientes, al menos los colmillos, y la cartera la repletas de recortes de periódicos hasta que alcance el grosor de un ladrillo. Ahhh… y todos los datos que vayas a ofrecer debes multiplicarlo. Sería algo como: si te comiste un bistecito, de esos que se engurruñan en la sartén, entonces debes comentar que parecía una chancleta.
Quizás entre los más simpáticos se halle el de chismosa del barrio. Para este debes colocarte una bata de casa florida, unos rolos con su respectivo pañuelo encima. Eso sí, y sucede parecido a la recepcionista, para meterte bien en el personaje debes realizar un poco de esfuerzo físico, porque necesitas arrastrar una ventana a donde vayas. Entonces en la fiesta espías a todos a través de las persianas, así como el que no quiere la cosa.
Existen muchos otros ejemplos de estos disfraces costumbristas: bohemio de discoteca, bicitaxista, chófer de guagua, freaky de parque, todólogo de redes sociales, especialista en primer grado en colas. Las brujas, los zombies, las momias y los vampiros están gastados. Recurramos al producto nacional. Pongámosle un poco de cubanidad a este Halloween.
PD: Este texto no quiere reforzar estereotipos relacionados con diferentes oficios o personas, muchos de ellos valiosos para el funcionamiento de nuestra sociedad y que día a día, como tú o yo, salen a la calle en búsqueda de la subsistencia suya o del país. No obstante, sí recurre al imaginario popular como fuente para la parodia.