Si le preguntaran a Raudel Ozuna Fernández qué se le puede pedir a la vida, te contestaría que no mucho: un plato de comida ni siquiera caliente, pero, por lo menos, que no deje que el estómago se pegue al espinazo y con algo de proteína, además de un chorro de agua con presión decente y una astilla de jabón o un poco de detergente para limpiar platos y quitarse la costra de grasa de las manos y quizás un poco de vidrio en las calles para que no le falten clientes. Puede que esto último no, porque él nunca le ha deseado mal a nadie, solo poder estar tranquilo o solo estar. Piensa que si pidiera mucho le sucedería como cuando se te va la mano con el compresor en una cámara: se te revienta o te revienta frente a tus ojos.
Raudel prefiere la inercia del día a día, el lento y cíclico transcurrir de la cotidianidad. Quizá por ello siguió los pasos de su padre como ponchero. Tal vez parezca contradictorio, pero confiesa que nunca aprendió a montar bicicleta, que no se puso para eso ni cuando era chama ni na, y ya de adulto lo que importa es que cuando lance la goma contra el suelo rebote o al colocarle el pie encima no aparezca ningún salidero. Quizá no le permita hartarse de cerveza en un bar de Narváez, pero sí mantener un techo para guarecer al puro que de tanto tiempo carga aquí, rellena allá y le salieron úlceras de pie de diabético.
Él se conforma con los equipos rústicos, armados con un cable por aquí, un trozo de hierro por allá y un pedazo de manguera para engordar las goma y que la gente se aparezca de vez en cuando por su lugarcito porque saben que hay mucho calor y mucha matazón allá afuera para andar en la guaguita de San Fernando, un ratico a pie y otro caminando, e incluso esa no sabemos, como está la cosa, si aún funciona.
Trabaja callado, inmerso en pensamientos que se antojan, al igual que su pequeño taller, opacos y pegajosos. Quizá no piense nada y permite que sus manos lo hagan por él. Se pierde en la manualidad, en la actividad repetitiva. A lo mejor, si no lo hace así, entonces comience a reflexionar que sí puede pedirle más a la vida y no quiere que esta le reviente frente a sus ojos como una cámara de bicicleta.
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